Artistas, fanáticos y la última performance

Apuntes sobre el “arte” del bien morir

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Sylvia Plath junto a Ted Hughes, en 1959. Foto: Archivo El Litoral

Estanislao Giménez Corte

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I

Una mañana cualquiera leía con desgano portales y sitios diversos hasta que, ingresando en uno muy conocido, me detuve, quitándome de encima la modorra, apurando el mate, en una nota sobre Charly García. En ella, lo percibí rápidamente, lo más interesante no eran ya las novedades de su caso (digamos, su salud y demás), sino las decenas y cientos de comentarios que manifestaban, al pie, su descontento, su aburrimiento, su desilusión, su cansancio, su perplejidad, su asco por este “nuevo” García -gordo/lento/monocorde/lacónico- hinchado por la medicación, obvio en las respuestas, limpio, afeitado... y “careta”, decían muchos. Pensaba, honestamente, que el neologismo careta había desaparecido con los VHS y las canchas de paddle, pero parece que no. La violencia de las opiniones en los portales y el “corrimiento” del centro de atención de las notas periodísticas del texto central a los comentarios serán tema para otro día, supongo.

II

Me sorprendió, entonces, aunque no mucho, que diversos comentaristas, menos que agradecer la recuperación de García, se lamentaran por su dicción arrastrada; por su palabra seca y rígida, por su paso errático, por sus penosas performances en vivo.

Uno, dos, tres mensajes de esos, y la conclusión era casi inequívoca: lo quieren muerto, pensé, o hubieran deseado que muriera; otras notas al pie de ella podrían ser: hay que morir a tiempo -o, más precisamente-, a los artistas se les exige “morir a tiempo”. Pero para ellos es imposible entender lo que generan y es imposible responder al fanatismo, como no sea fanáticamente, es decir, despojado de lógica.

Pero apenas después de estas elucubraciones cayó en mí una frase cuyo autor se me escapaba, de momento: “Morir/Es un arte, como cualquier otra cosa./Yo lo hago excepcionalmente bien”. No la recordaba así, claro, pero casi. La atribuí para mis adentros, erróneamente, a Alejandra Pizarnik. Claro que Dr. Google despejó mis dudas y, entonces, confirmé que se trataba de parte del poema “Lady Lazarus”, de Sylvia Plath. No recuerdo dónde y cómo leí esa frase, pero me quedó profundamente grabada. No he leído ninguno de sus libros, por lo que seguramente la encontré alguna vez en algún ensayo. Esa frase de Plath me arrastró, a su vez, a una del poeta Horacio Ferrer, en su también conmovedor “El gordo triste”: “Por gracia de morir todas las noches/jamás le viene justa muerte alguna”.

Muchos de los comentaristas, lo decían más o menos directamente, en el portal aquél tan visitado, preferían al García famélico, alterado y delirante, pero genial; anhelaban al alcohólico, al drogadicto, al hombre en la cornisa, al suicida en potencia, que a éste que conversa con periodistas, camina como un anciano y no puede articular una respuesta. Todo ello viene a otra cosa, creo, no menor en el arte, que puede ser enunciada así: la relación de los artistas con su propia muerte y quizás, la oscura fascinación que ello genera en sus seguidores. Como si éstos exigieran al artista, además de una obra, una muerte acorde.

III

Se atribuye al dramaturgo romano Tito Maccio Plauto una sentencia que haría historia en el mundo del arte y la cultura, y que muchos ven como un signo o símbolo de esta relación algo tortuosa: “Quienes por los dioses son queridos, mueren jóvenes” o “Los amados de los dioses mueren jóvenes”. Decenas y cientos de versiones y variaciones sobre ésta llegan hasta nuestros días en la menos poética “Sólo los buenos mueren jóvenes”, que ha sido profusamente utilizada por grupos de rock y pop como parte de sus canciones. El que muere joven, entonces, no sólo tiene la simpatía de los dioses, sino que es investido de una suerte de canonización laica por sus propios pares y seguidores, como si esa muerte fuese un designio inescrutable y engrandeciera y mejorara todo lo que alguna vez esa persona hizo o fue. Allí está la milonga de Borges: “No hay cosa como la muerte/para mejorar la gente”.

Para la filosofía punk, si tal cosa existió alguna vez, había que morir antes de los 25. Pero el lacónico lema No future colisiona hoy con un Johnny Rotten de 60 años tomando sol en una pileta en California. Así las cosas, los podríamos hallar ejemplos para llenarnos los puños.

En el trasfondo de estas líneas hay, me parece, otra cosa: cierta fascinación por los reventados, por los locos, por los adictos, por los trastornados, porque se supone que, cuando son artistas, esa locura deviene de una extrema sensibilidad que el resto de los mortales no tiene. Una sensibilidad que funciona simultáneamente para dar forma a su arte y para no tolerar el mundo y la existencia. Mucho se ha escrito sobre esto. Mucho y mejor.

Con todo, pareciese que muchos artistas huyen del anonimato, se atiborran de sustancias, se odian en silencio, se matan, se suicidan, no porque no puedan soportar la existencia, sino porque en el fondo no pueden cargar con su propia historia. El que hizo algo grande siendo muy joven carga con la peor carga imaginable: su propia sombra sobre sí, su mejor sombra, la de otrora, oxidando, tapando, mirando con desdén, minimizando al sobreviviente que querría huir, al que envejece y tiene menos talento, menos ganas, menos esperanza. ¿Una muerte “adecuada” -heroica, joven, inesperada, trágica-, el arte del bien morir, funciona como un corolario de la propia obra?