El retroceso de la educación
El propio ministro de Educación, Eduardo Sileoni, admitió a regañadientes que la educación en nuestro país ha retrocedido. El funcionario relativizó su afirmación señalando que, por ejemplo, en comparación con la década del sesenta o el setenta hay más jóvenes estudiando. Esa evaluación es ingeniosa pero no verdadera, porque a fines de los ‘60 la población de la Argentina apenas pasaba los veinte millones de habitantes contra los más de cuarenta millones que arroja el censo nacional 2010.
El reciente informe de PISA es elocuente respecto de nuestro retroceso en materia educativa. La Argentina, que a principios del siglo veinte era sin discusiones la vanguardia educativa del continente, hoy, comparativamente, está por debajo de países como Brasil, Uruguay, Chile y Costa Rica. Las causas de este retroceso son múltiples, y sería arriesgado atribuir a un solo factor la responsabilidad de lo que nos está pasando. En cualquier caso, importa saber que estamos retrocediendo y que lo peor que se podría hacer es negar lo evidente.
Asimismo, sería imprudente desconocer que la crisis educativa viene de larga data y que los gobiernos tienen una responsabilidad central por lo que han hecho mal o han dejado de hacer. De todos modos, a la hora de buscar un principio o una causa que permita ordenar conceptualmente lo que está ocurriendo en nuestra sistema educativo, de manera tentativa podríamos señalar a la expansiva contracultura del facilismo que contamina con sus efectos a todos los actores del sistema: padres, docentes, funcionarios, alumnos y gremialistas.
El problema es nacional, pero va más allá de nuestras fronteras. En Europa, hace rato que los principales intelectuales advierten sobre la crisis del sistema educativo y, muy en particular, sobre la baja calidad de la educación.
Una apreciación equivocada de la modernización ha desequilibrado la balanza entre deberes y derechos. No está mal que los derechos sean ejercidos, pero es necesario advertir que cada derecho tiene en su contracara un deber. Y es en este punto donde la crisis se manifiesta con toda crudeza.
La cultura del esfuerzo, indispensable para la capacitación de recursos humanos, es subestimada y devaluada. A menudo, la educación es presentada como un entretenimiento o un juego y no como una exigencia intelectual. El rol del docente se subestima o se reduce a su mínima expresión. Lo más patético es que esa pérdida de autoridad del docente es reforzada por los sindicatos.
En Europa hoy son plenamente conscientes de las dificultades por las que atraviesan. La información disponible en el mundo globalizado permite saber -por ejemplo- que en China, la India o Corea -por citar los casos más conocidos- la capacitación de recursos humanos es excelente. A tal punto que Europa ha asumido que es necesario hacer algo, y rápido. Entre tanto, en la Argentina, que experimenta la deprimente realidad de tener más de dos millones de jóvenes que no trabajan ni estudian, todo lleva a pensar que no existe la misma conciencia.




