El arte de narrar

Bajo el rótulo de “Denkbiler” -que indicaría un género literario que fluctúa entre el ensayo, la prosa, la poesía, la crónica, la parábola, el aforismo- y el subtítulo de “Epifanía en viajes”, El Cuenco de Plata acaba de publicar un conjunto de escritos de Walter Benjamin que incluyen cuadros paisajísticos, sociales, morales y artísticos de esas transformaciones urbanas (de Viena, París o Berlín, sobre todo) que Benjamin supo describir como nadie. Transcribimos aquí un texto de la sección titulada “Breves malabarismos artísticos”.

El arte de narrar

“Un homme du monde” (París, 1926). foto de André Kertész.

 

Por Walter Benjamin

Cada mañana se nos informa sobre las novedades del planeta. Y, sin embargo, somos pobres en historias singulares. ¿A qué se debe esto? Se debe a que ya no nos llega ningún acontecimiento que esté libre de datos explicativos. En otras palabras: ya casi nada de lo que sucede redunda en provecho de la narración, casi todo en provecho de la información. Porque si se puede reproducir una historia preservándola de explicaciones, ya se logró la mitad del arte de narrar. Los antiguos eran maestros en este arte, Heródoto a la cabeza. En el capítulo catorce del tercer libro de sus Historias está la historia de Samético. Cuando el rey egipcio Samético fue vencido y tomado prisionero por el rey de los persas Cambises, Cambises se empecinó en humillar al prisionero. Dio órdenes de hacer parar a Samético al costado de la calle en la que harían su entrada triunfal los persas. Y además dispuso las cosas de tal forma que el prisionero pudiera ver pasar a su hija como sirvienta yendo con una vasija a buscar agua a la fuente. Mientras todos los egipcios se quejaban y se lamentaban ante ese cuadro, Samético permanecía parado solo, inmóvil y sin pronunciar palabra, los ojos fijos en el suelo; y cuando al poco tiempo vio que su hijo era conducido junto con otros para ser ejecutado, siguió sin conmoverse. Pero cuando después reconoció a uno de sus criados, un viejo hombre empobrecido, en la hilera de los prisioneros, se golpeó la cabeza con los puños y dio señales del más profundo dolor. En esta historia se ve lo que es un verdadero relato. El mérito de la información pasa, en cuanto ésta deja de ser novedad. Ella sólo vive en ese momento. Debe entregarse a él y explicarse sin perder tiempo. Pero con el relato sucede otra cosa: no se agota, sino que almacena la fuerza reunida en su interior y puede volver a desplegarla después de largo tiempo. Así Montaigne volvió al relato del rey egipcio y se preguntó: ¿por qué el rey se queja recién al ver a su criado y no antes? Montaigne responde: “Como ya estaba lleno de dolor, bastó un mínimo incremento para que éste rebasara”. Ésa es una forma de entender esta historia. Pero la misma también admite otras explicaciones. Cualquiera puede trabar conocimiento con muchas de ellas, si plantea esta pregunta en el círculo de sus amigos. Uno de mis amigos dijo, por ejemplo: “Al rey no lo conmueve el destino de lo monárquico; porque ése es el suyo”. Y otro: “En el escenario, nos conmueven muchas cosas que no nos conmueven en la vida; este criado sólo es un actor para el rey”. Y un tercero: “El dolor intenso se acumula y sólo sale a la luz cuando la persona se distiende. El reconocer al criado fue la distensión”. “Si esta historia hubiera sucedido hoy”, dijo un cuarto, “entonces en todos los diarios diría que Samético quiere más a su criado que a sus hijos”. De lo que no cabe duda es de que todos los periodistas la explicarían en un abrir y cerrar de ojos. Heródoto no la explica ni con una palabra. Su relato es el más seco. Por eso, esta historia del antiguo Egipto puede provocar asombro y reflexión aún hoy, después de milenios. Se parece a las semillas que durante miles de años estuvieron herméticamente cerradas en las cámaras de las pirámides y conservaron su capacidad de germinar hasta el día de hoy.