Sobre “El salar”

En la excelente Colección Los Raros que edita la Biblioteca Nacional acaba de publicarse “El salar” una memorable (pero olvidada) novela de Fausto Burgos, autor nacido en Tucumán en 1888 y que pasó la mayor parte de su vida en San Rafael, Mendoza, donde murió, en 1953. Transcribimos aquí algunos fragmentos del estudio preliminar.

Sobre “El salar”

Fausto Burgos (1920, circa), fotografiado por Juan Pí. Archivo Casa de la Cultura Elena y Fausto Burgos, San Rafael, Mendoza.

 

 

Por Cecilia Romana

La Puna es un sitio alucinatorio. El impío sol produce fantasmas además de calor, la altura, aquello que llaman soroche. Después del atardecer, todo empeora: viento helado, soledad.

Carlos, el protagonista de El salar, comienza asegurando que está en un sueño, pero no es sueño climático, sino el de haber sido padre. Con esta aseveración que tan convencido lo tiene, y después de ocho años de total olvido, este porteño soltero, que pisa los cuarenta y vive en una casa tan solitaria como él, se lanza en búsqueda de su supuesto hijo que, supuestamente, ha nacido en la Puna jujeña, cerca de Abra Pampa, y allí debe pasar los días en total ignorancia de su origen.

El hombre toma un tren y llega a Abra Pampa. Conoce bien el lugar. Ha pasado alguna temporada en esos pagos y ha tenido amoríos con una puneña de la que apenas recuerda el nombre y los ojos: Rosario. Rosario Yapura. Lo cierto es que la casualidad —o el destino, vaya a saberse—, los encuentra en un almacén rasposo, adonde los salineros bajan para vender su mercancía y Carlos se ha detenido a preguntar y comer algo. Ella, la Rosario, lo reconoce, pero no viene sola. Allí están sus hijos y también el esposo, un salinero viejo llamado Javier Chutuska.

El porteño está inquieto, no puede con su genio. Cree ver en el hijito más chico de Rosario, sus mismos labios, su misma frente, idénticos rasgos. Lo levanta en brazos y lo besa en la boca: ¡José Luis! ¡José Luis!

Con este gesto casi involuntario, inconsciente y hasta torpe, comienza la travesía oscura de Carlos hacia el corazón del salar, el intento enloquecido por apoderarse de una pieza del pasado donde cree que está su felicidad. Una esperanza, tal vez, de que exista una vida más buena que la que lleva.

No podría decirse que la historia de El salar se limite a ser una excusa para la denuncia, o más bien para pincelar la cotidianidad del salinero oprimido, esa vida pálida y sufrida que llevan los Chutuska en la altura seca y sin remedio. No. En el enjambre de relaciones que traza Burgos, es esencial la aparición de esa existencia padecida, pero el juego que termina funcionando equilibradamente —y por este mismo motivo, impedido de ser tildado de sentimentalista—, se da por la potencia de una invención que tiene su principal eje en la desgracia del hombre citadino, en sus carencias afectivas, mucho más patentes en cuanto menos justificadas están por su nivel económico y social.

Es así que el contraste entre dos formas de vida totalmente opuestas hace explotar una imputación desoída: el grito norteño del desposeído, su desdicha. Pero esta denuncia, dado que corre bajo el marco neutral de una narración sólida y justificada psicológicamente en la voz, o el pensamiento, mejor dicho, de su protagonista, no levanta esa típica polvareda regionalista que termina por ocultar el mejor sentido de las novelas de este cariz, sino que más bien condesciende una lectura pausada y vivida —con ausencia de melancolía fácil—, de dos experiencias nefastas que, lejos de neutralizarse, se potencian.

El porteño decide ir tras los salineros. Perseguir a su hijo para robárselo y llevarlo a Buenos Aires, donde cree que podrá ofrecerle una vida más holgada, y hasta el regalo de una abuela que lo llenará de atenciones y cariño. Pero ahí mismo Carlos se enfrenta con su primer problema: los Chutuska no viven en Abra Pampa. Ahí sólo van a vender sus panes. Los salineros viven en Salar Grande, de donde sacan el sustento.

Si Abra Pampa significa una geografía extrema —y están en invierno, lo que la torna mucho más dura—, el Salar Grande multiplica cualquier pesadilla climática: la región es más inhóspita, más fría en las noches, más seca, más alta y, lo peor, quizá, mucho menos habitada.

Sin amedrentarse, Carlos decide encaminarse. Al llegar a Cochinoca, reflexiona por primera vez sobre el desprecio del nativo hacia el hombre blanco. Entra a un boliche con su compañero Seneusky —un marchante porteño que ha decidido acompañarlo al Salar—, y cuando este último pide algo de comer, al ver las caras de los parroquianos, cabila: “Pensé, yo en el antiguo rencor que el indio guarda para el blanco. Es un rencor que no morirá nunca”. Con esto, Burgos remarca las diferencias antedichas y traspasa al plano narrativo la incompatibilidad de los dos mundos que se enfrentan. Las injustas disparidades ya no son únicamente visibles para el lector. Ahora esos dos planos se reconocen en el relato y en uno de ellos surge la conciencia del desprecio ajeno. Unas líneas más abajo describe otra escena, en el mismo tono, pero más palmaria. Los porteños deciden pedir bollos para comer. Están durísimos. Se quejan, dicen que son incomibles. Acota el autor: “Los puneños que estaban afuera, afirmados en la pared, metían la cabeza y se daban cata de cómo tratábamos al pan criollo, moreno y sabroso, hecho de manos campesinas. Ellos comían de ese pan de tiempo en tiempo, cuando el bolsillo se lo permitía”.

Siguen camino, pasan una noche tremenda a la intemperie y al otro día pisan el Salar. Carlos está rebosante de felicidad: aquello es un espectáculo digno de los dioses. La sal simula una inmensa laguna blanca; los cerros, en la lejanía, cambian de tono por efecto del sol. Y ahí mismo, en el punto más cercano que conoce de su hijo, muere Seneusky, el camarada improvisado... ¿Qué hacer? De repente, los miedos inundan el alma del porteño. Surge un pensamiento que hasta entonces había pasado por alto: en la Puna se cumplen las creencias de los puneños. No quiere quedarse con el cadáver de noche, le hiela la sangre pensar en la Barchila, el espectro de la muerte, que seguro le anda rondando los pasos. Sigue andando como puede, detrás de él viene la mula que carga el cuerpo del muerto. Es caminador. Muchas veces, a lo largo del relato, hará notar esta característica tan extraña para el citadino que es. Por fin da con un rancho y ese rancho es la morada de los Chutuska.

De aquí en más, y luego del reencuentro con su hijo, Carlos hará lo imposible por recuperarlo, aunque sus métodos serán siempre egoístas, infantiles e irresponsables.

(...)

La intriga de El salar se desarrolla en un terreno inextricable. Comienza con un sueño y termina en una situación ambigua, de soledad y desesperación. Los contrastes, tan patentes durante todo el relato, son los principales encargados de denunciar una forma de vida bajo la opresión constante del capitalismo, la explotación innoble que se promueve desde las ciudades y cae sobre la cabeza del hombres, mujeres y niños sin excepción.

La novela de Burgos deja así un sabor amargo. Pesimista y de incomprensión, aunque en ningún momento esta apariencia toma de lleno el relato. Son tales los parámetros de equilibrio entre los cuales se mueve el escritor tucumano que no permite un ápice de flojera sentimental. Ése quizá sea su mayor mérito: desplazar a El salar del lugar común que representa el “regionalismo” en el ideario de la literatura nacional.

El énfasis que pone Burgos en contar el infortunio de su protagonista, termina, por oposición, sacando a flote una desgracia mucho más cruenta y real, que es, al fin y al cabo, la de la familia Chutuska.