Entrevista a María Rosa Lojo

En el claro del bosque

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María Rosa Lojo. Foto: Diego Díaz

 

 

Por Augusto Munaro

Junto a María Esther de Miguel, María Rosa Lojo protagonizó lo que se denominó el boom de la novela histórica, que tuvo su auge en los años noventa. La princesa federal (1998), Una mujer de fin de siglo (1999), o bien su ambiciosa novela Finisterre (2005), han sido algunos de los títulos más representativos de este fenómeno literario. No menos estimable resulta su obra de microficción. Razón por la cual, la editorial Sudamericana acaba de reunir sus tres libros de textos breves: Visiones (1984), Forma oculta del mundo (1991), Esperan la mañana verde (1998) más una colección de escritos inéditos Historias del cielo; bajo el título Bosque de ojos. Una propuesta que linda debido a su refinada pureza expresiva en función de la armoniosa unidad de su imágenes con la poesía. Con la esperada aparición de este libro, se podrá comprender por qué tanto Olga Orozco, Enrique Molina y Francisco Madariaga, tres líricos argentinos fundamentales, advirtieron en estos textos el producto de una poeta que escribe en prosa.

—¿Es posible establecer diferencias entre poemas en prosa y microficción?

María Rosa Lojo: —Desde mi punto de vista, la microficción englobaría todo tipo de escritura breve, en prosa, desde la más acentuadamente lírica hasta otra más narrativa o reflexiva. Mis textos fluctúan entre estos matices, dentro del mismo libro. Por eso he evitado tanto la expresión “poema en prosa”, como la de “microrrelato”. Microficción es una categoría más amplia, más lábil, que deja un margen para los claroscuros y las fronteras móviles, bajo la generosa capa de la “ficción”. En muchos de estos textos funcionan embriones narrativos, pequeños relatos. En otros, sólo la iluminación perceptiva. Pero me parece que de una manera u otra, con estrategias narrativas incluidas o no, todos desembocan en la poesía. Y creo que ése, el destino poético, es el destino final y también el comienzo, el alfa y el omega de la literatura. Cualquier gran novela deja como una huella profunda una iluminación poética, una suerte de revelación metafórico-simbólica. A esta altura, por otra parte, lo que menos me importa como escritora es la manía clasificatoria. Lo que cuenta al fin y al cabo es la relación que los lectores entablen con los textos.

—¿Cómo surgieron los tópicos de sus textos? ¿Provienen siempre de la imaginación, o la realidad también estimula su escritura? ¿Cuáles son los disparadores de sus escritos?

—Realidad e imaginación siempre están imbricadas. La imaginación es una respuesta a las provocaciones del mundo y al enigma del cuerpo, una exploración de los sentidos y de la trama de los sentimientos. Las cosas que imaginamos también son reales, tienen su propia entidad y surgen desde estímulos tanto exteriores como interiores. En mis textos se cruzan de manera muy fuerte lo onírico y lo cotidiano, lo abstracto y lo concreto, lo presentido y lo táctil, la memoria y el porvenir, lo racional y lo alucinatorio. Nunca sé de dónde me va a llegar ese destello que luego se convierte en escritura breve. Seguramente la aparición, la visión (con todo lo que ella implica de revelación y de fantasma), tienen un papel muy fuerte.

—¿Cuáles cree que son las ventajas formales del microrrelato?

—Tiene el gran privilegio de la síntesis, de la concentración extrema. Lo cual también implica un enorme desafío. El microrrelato no permite una coma superflua. Los fallidos, los ripios, saltan a la vista sin misericordia.

—¿Pensó en transformar alguno de estos textos en una futura novela?

—Unos cuantos ya dieron origen a novelas, o forman incluso parte de ellas... En La princesa federal, en Una mujer de fin de siglo, el lector atento puede descubrir el poema en prosa, la microficción, integrados al flujo narrativo. Para dar otros ejemplos: el poema “Fisterra A.C.” nació mucho antes que la novela Finisterre y en cierto modo la anticipa; “La madre, la hija”, se relaciona visceralmente con Árbol de familia, y también es muy anterior.

—El tono de sus textos es, la mayoría de las veces, esencialmente lírico. ¿Intentó alguna vez escribir en verso?

—Sí. Durante toda mi adolescencia escribí en verso libre. También hice algunos experimentos en verso rimado (¡hasta sonetos!) que nunca publiqué y que preferí olvidar. Luego desemboqué en la prosa lírica y ya no me pude desprender de esa forma. Algunos textos de este mismo libro (“Dios es un carro viejo”, “La madre, la hija”, “Esperan la mañana verde”, entre otros) fueron escritos originalmente en verso. Pero terminé convenciéndome de que su disposición gráfica estorbaba la lectura y rompía la música continua. Los reescribí en prosa, finalmente. De todas maneras, Bosque de ojos contiene algunos textos en verso libre, sumamente breves.

—El anhelo de Dios, sobre todo en “Historias del Cielo”, atraviesa el libro. También en “Visiones”, con las citas de San Pablo, San Agustín, forjando en muchas de sus microficciones, una simbología de raíz religiosa. ¿Cómo explica esa recurrente inquietud teológica?

—No la llamaría inquietud teológica, porque estoy muy lejos de ser una teóloga. Como todo pensamiento racional, conceptual, la teología intenta abordar el misterio con las armas del entendimiento humano. Lo mío no pasa por ahí. Nunca he encontrado manera de racionalizar satisfactoriamente la idea de Dios, a la vez que no puedo evitar pensar en ello. Libros como Historias del Cielo, o Visiones, lejos de proponer respuestas y articular sistemas, muestran los agujeros negros de la razón, las paradojas contra las que se astilla toda búsqueda de un sentido último para nuestras vidas y para el Universo. Como dice el epígrafe de San Pablo que utilizo en Visiones: “Ahora vemos por espejo, oscuramente...”. Mis textos trabajan desde esa visión imaginativa: el reflejo turbio e inquietante con sus contradicciones y quebraduras, su imperfección y su carencia y su filtrado esplendor: lo que nos es dado ver en esta vida, tal como estamos, encerrados en los límites de nuestra condición. Se termina y se empieza en las grandes preguntas metafísicas, las únicas que realmente vale la pena hacerse y que son imposibles de resolver. Por eso muchos dicen que no tiene sentido formularlas, y que se trata de especulaciones vanas. Pero la poesía da un paso más allá de la pura especulación, con la metáfora viva, con la imagen simbólica. Y a veces pasa del otro lado, aunque la experiencia sea inexplicable, como en ese texto (“El olor del Cielo”) que imagina la posibilidad de abrir la puerta secreta del Cielo una vez cada año y volver sin memoria ni prueba alguna de lo que allí se vivió, salvo ese “olor” que nadie percibe, como no sean los gatos: “Y olfatean con adoración al que regresa del Cielo y maúllan, despechados, a la Luna que nunca baja, que siempre está demasiado lejos para olerla”.

—¿Nos podría brindar alguna novedad sobre “La Argentina reescrita”?

—Es un libro aún en proceso de elaboración donde espero hacer confluir los resultados de mis investigaciones de los últimos años sobre el imaginario de la literatura argentina. Un país puede leerse y comprenderse mejor a través de sus ficciones, mucho más reveladoras que los eslóganes y las consignas. Las complejidades y paradojas de las obras canónicas que se han leído a menudo de manera reductiva, la mirada de las escritoras (por lo general excluidas de los cánones literarios), los géneros considerados “menores” (memoria, testimonio, relato de viaje) nos muestran otras facetas de un país visto y explicado desde dicotomías, anclado en estereotipos que estas producciones desarman. Por eso quiero ponerle a este ensayo La Argentina reescrita, que se coloca en contrapunto con nuestra primera crónica mestiza: La Argentina manuscrita” de Ruy Díaz de Guzmán, donde ya aparecen dos verdaderos “mitos de origen” plenos de ricas ambigüedades: el episodio de Lucía Miranda y el de la Maldonada.