A 25 AÑOS DE LA MUERTE DEL AUTOR

Borges; todos los Borges

El próximo martes 14 se cumple un cuarto de siglo de la muerte del escritor más universal de la Argentina. Aquí, observaciones y reflexiones sobre el mito.

Borges; todos los Borges

Borges, según Lucas Cejas.

 

Estanislao Giménez Corte

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I. BORGES; LA SOMBRA

Sombra terrible de Borges, voy a evocarte para que, sacudiendo el polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos (...)

Murió en 1986. Lo sucede, lo ha sucedido, primero, un estado de perplejidad, una suerte de inmovilidad de parte de la literatura argentina. Luego devino la expansión de una sombra -sobre autores, periodistas, intelectuales, poetas-, derramada sobre todo aquél que pretendiera emprenderla con la palabra; una sombra aparecida mucho antes, en rigor, en simultáneo con su consagración universal -sobre los ‘60-, una sombra que repite, con gravedad y acento de tenor, esta pregunta: ¿cómo escribir después de mí?; ¿cómo escribir si no es en derredor mío?

Hay también, bajo esa sombra, una abrumadora muchedumbre de estudiosos: de su obra, de sus viajes, de sus conferencias, paseos, deseos, anécdotas. Una enorme industria (bibliográfica, cinematográfica, fotográfica) llamada Borges: la industria de la fascinación a partir de un nombre. Podría decirse que todo aquel que alguna vez cruzó una miserable palabra con el mito, puede escribir un libro con eso. No está mal tampoco; sus lectores encontrarán allí algo.

El mito está forjado en sus hallazgos extraordinarios, claro, pero también en algunos de los costados más patéticos de su figura, aquellos que le dan carnadura humana al bronce. Se basa el mito, más que en él, y mucho más que en su obra, en los lugares comunes que lo rondan: allí están para el regodeo la efigie del poeta ciego; el genio balbuceante que hablada como un “compadrito borracho” (la definición es del mismo Borges); el autor sin fronteras que vivió en un pequeño departamento con su madre; el hombre paralizado de pavura ante la mera posibilidad de encontrarse a solas con una mujer en una habitación; el modesto tipo que guardaba sus recursos pecuniarios en páginas de libros y que no se animaba a pronunciar las cifras de los dineros que debían pagarle las editoriales.

El hombre, en fin, que “vivía en estado de literatura” y cuya cotidianeidad entendía sólo en función de pensar y ejecutar su próxima obra. Algunos advenedizos e improvisados “pegan” el nombre de Borges a unos pocos conceptos-temas: laberintos, puñales, espejos, tigres, el color amarillo, los compadritos, el infinito, los bastones, las bibliotecas. Ésta es, apenas, una especie de reducción (al absurdo) de Borges, como si a un ícono se le extrajeran los pixeles más coloridos. Borges contribuyó, por supuesto, repitiendo insoportablemente su catecismo. Pero ésta es sólo la superficie de una obra que invita a sumergirse en ella interminablemente.

Aún así, es decir, con todas las imperfecciones, con todo lo viscoso y lo frígido, para usar dos adjetivos de su detestado Sabato, la sombra Borges pareciera obturar o impedir; o más bien llamar, atraer y absorber, ése sería el término, absorber toda escritura hacia su imán, hacia su mito, a sus pies. Como una palabra admonitoria a veces, como la gran referencia, como el pater familias cuya presencia intimida, sentado a sus anchas en el sofá de la Gran Literatura, del rigor de estilo, de la naturaleza de la perfección a la que puede aspirarse en las letras.

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La sombra borgeana se expandió tanto que cualquier escriba pareciera, o ir hacia ella, o tratar desesperadamente de escapársele, las más de las veces sin lograrlo. Ésta es una posible explicación de la importancia de lo borgeano: todos los textos van hacia él o tratan de huir de él. Se lo ama y repite; se lo venera o copia consciente o inconscientemente, o se lo trata de matar; pero allí está, imperturbable, la mirada ciega que todo lo ve.

¿Qué decir?, es un problema, porque, soslayemos el acopio biográfico (nació, vivió, publicó, murió) y evitemos la pretensión de hacer una crítica sobre su obra (faltaría espacio-tiempo), entonces, podemos plantear esa pregunta: cómo es posible escribir, hoy ¿desde Borges, a costa de Borges, a pesar de Borges, contra Borges?

II. BORGES; LA COMIDILLA

Durante años, le preguntaron a Bioy Casares si escribiría “un libro” sobre Borges, sobre una amistad de cincuenta años. Bioy siempre respondía vaguedades. Muerto en 1999, el autor de “Los que aman, odian” dejó al cuidado de Daniel Martino, el mismo que curó “Desde Jardines Ajenos” (1997), el voluminoso “Borges” (2006; 1.600 páginas) un diario de su relación iniciado a fines de los ‘40. El libro es absolutamente fascinante porque desnuda al Borges cotidiano (chismes, humores, prejuicios, maldades, el trabajo diario en colaboración) y trae la sombra al lugar del hombre común. Allí está el Borges torpe, prejuicioso, irónico hasta la exasperación, pero demoledor en los diálogos, con reflexiones sobre el arte, autores, notas, uso y desuso de términos, que pintan al hombre de genio ya advertido en otros volúmenes, especialmente en los libros de diálogos con Osvaldo Ferrari o en el de diálogos con Sabato.

III. BORGES; LO BORGEANO

Borges no pertenecía a escuela alguna, aunque muchos señalan su trayectoria a partir de una parábola que va del ultraísmo a su madurez, pasando por el romanticismo, el clasicismo, el nacionalismo y otros ismos. De ello da cuenta en innumerable cantidad de textos, entrevistas e, incluso, en el prólogo a “La Rosa Profunda” (1975). Con todo, sí cultivaba una estética o una estilística: una búsqueda o pretensión de estilo que puede elaborarse a partir de determinados principios: la concisión o economía de recursos -la brevedad de los textos-, como si de ello se desprendiera el terror a elaborar interminables parlamentos; lo dijo, de hecho, alguna vez, “para escribir novelas hay que hacer concesiones”; el uso de la puntuación, en especial del punto y coma, para separar el sintagma y establecer una pausa de término medio, que es esencial en la cadencia y en el ritmo de la prosa borgeana (y que permite al lector que se somete a ella entrar en lo borgeano); el uso de una serie de términos recurrentes y repetidos hasta la desesperación y el uso de recursos como la enumeración: en los adjetivos, por caso, baladí, vago, laborioso o íntimo, pero -más allá del hallazgo y el uso de esos adjetivos como adjetivos borgeanos-, es aún más impresionante el lugar, su colocación, su dosificación: vaya un ejemplo, en el famoso “Poema Conjetural” escribe “(...) el íntimo cuchillo en la garganta”. A ello hay que sumar, lógicamente, el abrazo a un tema particular, que será para muchos siempre el mismo, pero que es esencial para pensar lo borgeano y que, según Bioy, sería el de las repeticiones infinitas.

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El título de esta nota es una exageración, porque podrían agregarse cientos: Borges, el periodista; Borges, el ensayista; Borges, la conjetura. Foto: ARCHIVO

IV. BORGES; LA ERUDICIÓN PARA

Mucho se ha escrito sobre la erudición de Borges. Lógicamente fue un lector extraordinario, hasta el punto en que uno puede pensar que no había ironía, o que no había tanta ironía, en aquello de “que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las que he leído”. Podía recitar fragmentos, frases, aforismos, versos enteros de los más diversos autores, sin dificultad, y en muchos casos en su lengua original. Pero, como bien señala Sabato en su ensayo “Los dos Borges”, la lectura de filósofos sólo estaba concebida como una lectura para: para su literatura, para tomar lo que podía haber de interesante en ello y para ayudarlo a pensar en ciertas cosas desde la perspectiva de un autor determinado. Por caso, en “Nueva Refutación del Tiempo”, cualquier filósofo interesado en la materia seguramente tendría más y mejor “conocimiento” de los autores y de las teorías a propósito de ello, pero la diferencia esencial es que Borges hacía algo con ello, algo diferente de la reflexión filosófica, quiero decir. Digamos, tomaba la “información” para utilizarla como materia de la imaginación; es decir, que en la colisión o la confluencia de información e imaginación Borges encontraba la materia de su literatura. Lógicamente, Sabato lo critica amargamente por esto, porque entiende que fuerza o “juega” con los preceptos filosóficos.

V. BORGES; EL BORGISMO

El problema o la característica de cientos de autores es que, tanto han pretendido crear y desarrollar un estilo, un sello, que una vez concebido esto, aceptado, difundido, querido, deseado, se ven imposibilitados de hacer otra cosa, otra cosa más que repeticiones de sus propias creaciones: el autoplagio hasta la exasperación, la caricatura. Podría decirse, en el caso de Borges, que después de “El hacedor” (1960), su literatura toma un giro a la propia repetición. Lo estudia Saer en uno de sus ensayos. Se me dirá que los cuentos de “El informe de Brodie” son absolutamente diferentes de los de “El Aleph”, como él mismo lo señalara. Pero todo, los poemas en particular, van, como la bestia en la plaza, una y otra vez sobre lo mismo, cada vez más cansadamente, hasta que ese cansancio, ese agotamiento, es cortado por un arrebato de genialidad.

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Se escribe y se lee con Borges, desde Borges, después de Borges, contra Borges, pero que esa sombra está ahí, como al acecho. Foto: ARCHIVO

VI. BORGES, LA ENCICLOPEDIA

Para cualquier persona, la lectura de la obra borgeana puede verse como un mapa, como una enciclopedia, como un manual deslumbrante en su lectura; no sólo en sus ensayos, en sus poemas, en sus cuentos, las referencias a autores, tendencias, escuelas es abrumadora, pero claro, preso de su genio, Borges dio una vuelta de tuerca a su propia tendencia al concebir relatos, textos, autores apócrifos, en una especie de ironía sobre sí mismo o de juego intertextual sobre la propia cuestión de la intelectualidad. De allí una de sus grandes frases: “un escritor crea a sus precursores”.

VII. BORGES, EL DESPUÉS

La pretensión del rigor es que, quizás, cada frase “se justifique” (es otro giro borgeano) por sí misma. Hay un placer en la lectura de los textos de Borges que es difícil de definir; hay en su estilo algo categórico, definitivo, como una verdad revelada, una revelación de formas bellas y elusivas. Los primeros intentos de una lectura de su obra suelen generar, en muchas personas, rechazos por la complejidad, por la alusión permanente a nombres desconocidos, una terminología algo hermética o críptica, la utilización de extranjerismos, arcaísmos, etc. La prosa de Borges produce, primero, una suerte de choque o colisión con el lector. Lo detiene, lo alerta, lo expulsa; pero lentamente, si el lector lo desea, y hace algún esfuerzo, puede irse generando una lenta seducción, una seducción que da paso al deslumbramiento y al hallazgo de páginas excepcionales. Lo que produce lo borgeano, también, es una tendencia a la comparación que hace palidecer o desvanecerse a otros tantos autores. Puede estarse seguro que, luego de Borges, la experiencia de la lectura es diferente, porque sus textos imprimen en el lector una suerte de acústica o nota (en el sentido musical) extremadamente particular; después de eso, la experiencia de la lectura es muy otra. Todo, hasta un mínimo prólogo, es de una excepcionalidad tal que, como decía un viejo chiste, los libros prologados por Borges son interesantes sólo por el prólogo.

Borges es una sombra, pero también es un ritmo, es una cadencia, unos temas, unos lugares comunes; alguien me dijo una vez, lamento no recordar quién, que el problema de la obra borgeana es que es una obra “que cierra y se cierra sobre sí misma”, en lugar de abrir (y abrirse). Es una buena observación. Quizás sea también una trampa, Borges, un cerco del que antes o después conviene escapar. Será así, pero qué disfrute mientras tanto, qué fascinante prisión...




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