Mastronardi sobre Borges

Mastronardi sobre Borges

Por Carlos Mastronardi

Borges. Siempre lo mueve el oscuro y profundo anhelo de sentirse real, como si cada momento, cada minuto aparejase para él la amenaza de caer en el vacío, de volverse un espectro. Esta delicada obsesión atraviesa grandes zonas de su obra.

Los hechos, las situaciones que presenta no son meros sucesos del corazón, no son meros infortunios o alegría sin ulteriores efectos: generalmente tuercen el rumbo de un destino y ocasionan lo irrevocable, lo definitivo. “No concibe que una cosa inconexa, sin relación con el pasado y con el futuro, pueda tener importancia”.

Al uso latino (latina es la ascendencia de su repertorio verbal) elimina el artículo, y a veces suprime el pronombre, como también aquellas partículas incidentales o de mera trabazón sintáctica.

Por tal causa su prosa adquiere solidez y densidad, parece una cerrada y conceptual floresta. Veamos algunas limpias y concentradas sentencias donde se ha prescindido de (esas) partículas incidentales y lastres afines:

“no ha vivido amistad noche tan profunda como aquella... etc.”

“ordenan poesía”.

“padece tempestad”.

“hombres obligados a gravedad”.

“mandaron muerte”.

El verbo es relegado a las postrimerías de la frase, haciendo que aparezca la sustancia en primer término y luego su actuación: “Pobre de amor yo fui”.

Rasgo firme, continuo de Borges: la condensación. Incansable profeta de la elipsis.

“La malvada serie” (Sur, mayo 1942). Un adjetivo siempre aplicado a lo personal y concreto, aquí es definitorio de una abstracción. Moraliza el álgebra. A menudo aparecen estas connotaciones éticas o afectivas rigiendo o condicionando categorías mentales. En su origen, esta costumbre fue humorismo en Borges, luego se connaturalizó con todo su mundo expresivo. Los atributos personales pasan a calificar los conceptos, lo incorpóreo, el vocabulario de la lógica y de las disciplinas científicas. Junta matices éticos y mundo abstracto. “Malvada serie” (nítidamente lo vemos en líneas anteriores) significa una serie de hechos malvados, pero se ha querido una más rápida (y menos desganada) vinculación de vocablos. Del mismo tipo sería: “ordenación perversa”, “rencorosa geometría”, “álgebra delincuente”, “periodicidad infame”, pero sabe detenerse a tiempo. Límite del buen gusto. Esta modalidad o inclinación es una de las más fuertes y sostenidas en Borges. Configura de modo enérgico toda su prosa. Es hábil en las omisiones y sus prescindencias siempre contribuyen a fortalecer su prosa.

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Jorge Luis Borges y Carlos Mastronardi.

Verbos.

Es preciso destacar el empleo que hace B. de los verbos, pues esta parte del discurso tiene decisiva importancia en su prosa. Más que por el manejo del adjetivo —elemento atendido de modo casi excluyente por la mayoría de los escritores—, la prosa de B. se define y personaliza por la vivacidad funcional de sus verbos. Proyecciones del tiempo, son el dinamismo de toda prosa, del mismo modo que el sustantivo alude, por lo común, a la inercia, a la estabilidad de lo espacial. Venturoso y original se nos muestra en el empleo de este elemento expresivo. Nunca utiliza los habituales, los consagrados por el uso. Analizar frases de este tipo: “un dormitorio lo detuvo...” (Sur, mayo del 42).

Siempre la tensión hacia arriba, como si se comprometiera a no desfallecer. Siempre “vigilante”, cuidadoso de su nivel, lo que apareja cierta limitación de su libertad. Atado a su eficacia. Experto en complejidades (“vueltas”, las llama) ha renunciado sin embargo a los efectos que dimanan de la ingenuidad, de lo primario y sencillo. Lo primario pudo ser una complejidad más. (Odia) lo evidente. El incansable dinamismo de su inteligencia ignora las pausas y las compensaciones.

Le asombra que Dante haya sido, dentro de la literatura italiana, el término y no el comienzo de un proceso. Afirma que la Commedia ocurre como una brusca descarga: no sabe de otra literatura que haya empezado con una obra perfecta.

En los umbrales de la pubertad, creía que sus urgencias eróticas eran una forma o un complemento de sus progresos mentales, de sus admiraciones de orden intelectual. Ignoraba —recuerda— que esos fervores correspondían al mundo de la libido. Y agrega: “por eso me asombraba que los estudios de Bergson o las teorías de Goethe o de Spencer no me depararan estados de exaltación erótica y que, en cambio, algunas muchachas que frecuentaban mi casa —muchachas que nadie juzgaba hermosas— ejercían sobre mí su magia. No podía imaginarlas más poderosas que Goethe o que Spencer”.

En cierta medida, “El Aleph” le fue inspirado por una frase de Santa Teresa, según afirmación del mismo B. Esta piadosa mujer imagina un diamante que parece ser la mirada de Dios, y en cuyo interior se aloja el universo.

Merece destacarse la singular eficacia emocional con que utiliza los adjetivos más usuales y sencillos: oscuro, pobre, lento, solo, etc. Estos epítetos adquieren asombrosa intensidad en sus páginas; aparecen como seres inocentes y nuevos.

Poco después del 30, cuando la poesía nativista cuenta con el beneplácito de los gobernantes y adquiere cierto carácter oficial, B. comenta con irónica agudeza: “No estaría mal anunciar con solemnes palabras que la comuna de Catanzaro realiza gestiones para obtener la repatriación de los restos de Don Segundo Sombra”.

Comenta cierto episodio erótico en que intervino un amigo común. Ese amigo fue literalmente asaltado, en el interior de un automóvil, por una escritora de apremiante estilo vital. Como nada dice acerca de la reacción del favorecido, le preguntamos si éste siente un real interés por ella. Contesta: “Bueno: la bragueta muy emocionada”.

Un incierto y aparatoso escritor argentino obtiene un cargo consular y se traslada a Francia, donde se propone publicar, en su castellano materno, dos libros de poemas. B. comenta así el viaje y los proyectos del nuevo cónsul: “Bueno... allá están defendidos por el idioma”:

El empleo de los verbos inusuales trae a su estilo una fuerza y una plasticidad evidentes. Abunda el escritor que aspira a ser novedoso en los epítetos; ninguna otra instancia gramatical lo desvela y su escritura sólo brilla en los calificativos irregulares. B. maneja con habilidad y libertad los verbos: el sol bienaventura tus quintas; y la luna atorrando...; nuestra mirada camina por su cielo; nuestra devoción interroga, etc.

Antes de una reunión mundana: “Voy a ver a la célebre belleza. ¿Cómo haré para identificarla?”.

Su animosa inventiva mejora el contenido de muchos libros y films. Para su enriquecimiento, advierte en ellos lo que no está en ellos. Esta modalidad atributiva nos recuerda las palabras que Sócrates dice a Platón: ¡qué de bellas cosas pones a mi cuenta!

Abundan los escritores que por ingenuidad o pedantería escriben teorización y no teoría, motivación y no motivo, problemática y no problema, etc. B. considera que es absurdo volver al sustantivo, extrayendo teorización del verbo teorizar, que a su vez deriva del primordial y llano vocablo que todos conocemos, ya que ese nuevo paso no trae ninguna riqueza de sentido, ni comporta el advenimiento de ningún matiz perceptible.

Es muy sensible a la atmósfera de las palabras y ciertas expresiones populares le causan intensa gracia. Muchas de ellas le parecen valiosos aciertos: “Es un animal con ropa”, “¿Fulana? Si habrá mirado cielorrasos!”, “Lo criaron por no tirarlo”, “Yo encantado y ella oxigenada”. “Conozco a X, si se habrá mandado Vascolets!”. O bien: “Matarse no es importante: lo importante es haber tomado la resolución de morir”. O bien: “Como dejé mi biblioteca en México, he resuelto aplazar el advenimiento de la inspiración”. También solía comentar con agrado este pintoresco alarde: “una vez, en el boliche de Urquía, un finado me quiso sacar la silla”.

Su constante infortunio amoroso: como si un tacaño destino compensara, con el artero despojo de las delicias terrenales que anhela, los muchos dones que le otorgaron las divinidades benignas.

De otra poetisa que se había identificado con un estilo críptico y pretencioso, pero en quien reconocía un claro talento. Amable y rector, B. le sugirió con ánimo de ayuda: “Si no quiere perderse, renuncie a ser genial”.

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“El pañuelo blanco”, de Ricardo Supisiche.

Los escritores de nuestro tiempo defienden estéticas restrictivas y proceden por omisiones. Piensan que el verdadero poema, por ejemplo, debe esquivar el color, la música, el prosaísmo, la confidencia, la efusión erótica, la ternura elegíaca, etcétera. Borges prefiere que el dominio literario se ensanche y enriquezca; su voluntario empobrecimiento le parece una conducta que participa de la soberbia y del nihilismo, libre de preconceptos, todas las aportaciones, todas las conquistas, cualquiera sea el ámbito donde se cumplan, promueven su interés y merecen su examen. No siempre le infunden el sentimiento de la belleza, pero siempre lo sorprenden, siempre lo predisponen al análisis. En este reino de fronteras inestables, no concibe la existencia de ninguna ley prefijada, de ningún código inmutable; según se desprende de su conversación y de su obra, los límites de la humana inventiva son también los del arte. Ajeno a cánones y preceptivas, entiende que la imaginación creadora, por el hecho de serlo, abre nuevos caminos o extiende los caminos tradicionales sin atarse a planes o sistemas. Todo bien extraordinario, toda riqueza sobreviviente, después será legítimo patrimonio del arte. Sospechamos que la severa racionalidad hegeliana no se concierta bien con este sentimiento del hecho estético. Oportuno es aclarar, sin embargo, que tal sentimiento no supone lo arbitrario ni encuentra su objeto en el campo del puro juego verbal. Nadie más acerado y mordaz que Borges cuando se trata de encarar una página donde priva la incoherencia, la imprecisión o el simulacro de originalidad.

Leonardo Da Vinci, Poe, Carlyle, Amiel, Nietzsche, Almafuerte, quizá Bernard Shaw, se sintieron incapacitados (no corresponde ahora indagar en qué medida) para el ejercicio de la magia erótica. Digamos, de paso, que Borges acostumbra definir esa magia impersonal, donde toda lucidez abdica, con palabras del poeta isabelino Cyril Tourneur: el pobre beneficio de un minuto incoherente.

Paseamos por la Avenida de Mayo, circunstancia en que saluda a Borges cierto joven de quemada piel olivácea y de aguda barba caprina. Lleva dos gruesos volúmenes bajo el brazo y una especie de amuleto metálico en la solapa del saco. Le pregunto quién es tan raro personaje. Responde: “Me hizo llegar unos versos suyos. Es un príncipe sanjuanino”.

Borges acaba de ascender a un tranvía con su amigo C.M., paisano del general Urquiza, es decir, hijo de Entre Ríos. En una especie de lucha cortés, uno detiene las manos del otro, pues ambos quieren pagar el boleto de la conducción. El porteño logra poner las monedas en la diestra del guarda al tiempo que pregunta a su amigo:

“¿Querés otra Pavón?”.

(De “Mastronardi. Obra completa”, Tomo 1, ob. cit.).