A PROPÓSITO DE LA COMPLEJA RELACIÓN ARTE Y POLÍTICA

La letra y la náusea

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“Nadie es la patria, pero todos lo somos./ Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,/ ese límpido fuego misterioso” (Final del poema “Oda escrita en 1966”, de Jorge Luis Borges).

Foto: Archivo El Litoral

Estanislao Giménez Corte

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I

¿Qué debería hacer un artista frente al poder político de turno, cualesquiera fuesen el artista y el signo político de ese poder? ¿cómo debería ser esa relación?. La tentación inmediata lleva a pensar que, como son dos esferas de acción humana diferentes, contradictorias y hasta excluyentes, esa relación debería ser -si no de tensión- de distancia, o de crítica, o de observación, o de señalamiento. Ahora ¿qué debería hacer un artista en el caso de que ese poder político lo representara? ¿si éste ve en una gestión, ejecutados, aspectos de su pensamiento, ideas aproximadas que tiene sobre lo que debería ser la res pública?. Se trata de una compleja problemática, que no impide decir que ésta podría ser de mutuo elogio, de acercamiento, de simpatía, de colaboración, pero también que nunca, de ningún modo, debería el artista perder o sacrificar su condición de tal; y que nunca, de ningún modo, debería esa relación estar sustentada en el mutuo usufructo. Ello es, se me dirá, una manifestación de deseos, lo que existiría en el plano de las utopías o de las ideas en abstracto.

Aunque coincidieran, el artista no debería ser instrumento de un poder político/partidario, porque entonces éste depondría su condición de tal para ser otra cosa (con la anuencia de su voluntad o a pesar de sus intenciones, que podrían haber sido muy diferentes). Aquí entra en juego, como una ruptura, la figura del militante, pero entonces: ¿puede el artista ser las dos cosas? ¿qué está antes, la obra o la política? ¿o la obra está supeditada al proyecto político?. Si es así, en esta última variante, el artista es, entonces, en rigor, más un político que un artista.

Podría decirse, también, que las simpatías, en caso de que existieran, debieran excluir otras dos sub-esferas: el fanatismo y los negocios. La pertenencia a un espacio político puede de hecho estar sustentada en un sentimiento noble, pero la radicalización del pensamiento (la exclusión del otro, la negación del otro, ya desde el discurso, ya desde la acción), y los negocios que median entre dos partes, llevan la discusión a una órbita muy diferente.

II

El artista, o más bien la visión romántica del artista, considera al creador, esencialmente, como un espíritu libre, alejado por motu propio, por voluntad, por sensibilidad, del barro de la política. Por muchas razones, el siglo XX pretendió dar por acabada esa distancia. Es, más o menos así planteada, la profunda polémica, existente desde siempre, entre el artista “libre” y el artista “comprometido”. Aquí, las perspectivas se abren en cientos de posibilidades: algunos, como Capote, entienden que el único compromiso del artista es con su propio ego y con su propia obra; otros observan que el artista no puede estar ajeno a lo que sucede a su alrededor, porque entonces no es un espíritu libre sino un espíritu idiota. Debe haber, desde esta perspectiva, cierta consecución natural entre arte y política, porque el artista está inserto en un contexto político y porque el ser humano es un ‘animal político‘.

III

En los últimos años, se ha evidenciado una persistente y creciente simpatía de muchos artistas, entrañables y talentosos, hacia el oficialismo nacional: ello es moralmente incontestable. Es decir, nadie en su sano juicio puede señalar que esa simpatía, axiológicamente, esencialmente, esté bien ni mal. Es una actitud de un ciudadano frente a un proceso político, como ha sucedido toda la historia entera. Pero sí hay dos aspectos que resienten la naturaleza de esa simpatía: en primer lugar, el hecho mencionado de que ésta esté o no supeditada a un beneficio (para cualquiera de las partes), no porque entonces la relación necesariamente se obturase, sino porque se desnaturaliza el vínculo. Otra es la toma de posición, ingenua, desmesurada, inútil, contraproducente, de quien quiere defender algo con tanta impostación, o con tanto fervor desmadrado, que lo perjudica. Es importante señalar, además, que la noción de compromiso siempre estuvo asociada a la oposición al poder dominante. Justamente, los cientos de casos de artistas e intelectuales comprometidos, asumían esa calificación como una forma valiente, a costa de sus vidas, de sus bienes, de su carrera, porque enfrentaban el ocasional poder político. El ‘compromiso‘ en el arte siempre fue contra-oficial, no para-oficial. La noción de artista comprometido con un poder político que se ejerce desde hace varios años supone una paradoja: estar comprometido era, en otros tiempos, enfrentar el poder, no estar de acuerdo con éste; era estar en contra y decirlo a los cuatro vientos, cueste la muerte, la cárcel, el exilio. De ahí la levedad alevosa de los que, hoy, por firmar una nota en un periódico, se autocalifican como ‘comprometidos‘. La explicación es que el poder, según su visión, no está en el gobierno sino en las corporaciones. Pero esa es otra discusión.

IV

El artista trabaja con una materia acronológica, disociada de la coyuntura, intangible y no funcional. Lo que hace es tratar de hallar belleza y comunicarla, pero tiene el derecho o el deber, según cómo se observe, de intervenir, opinar, criticar, suscribir, escribir sobre las fluctuaciones del poder de turno. El ideal sería que esa intervención estuviera sólo sustentada en la consciencia moral del artista; que éste mantuviera y defendiera sus pensamientos y su ideología, pero que esa defensa nunca estuviera reñida con la esencia misma del arte, que es la libertad y la asunción natural de la otredad. Y que nunca, de ningún modo, se utilice una terminología reñida con la condición humana. Lo ideal sería, en el artista, no la palabra hiriente que pareciese de fanático enceguecido, sino la del sujeto sensible que ve a sus lados.