Un ícono santafesino

Pesar por la muerte de Uleriche

Falleció ayer, a los 74 años, Agustín Carlos Uleriche, el popular “Chiquito”, un verdadero símbolo de la gastronomía del pescado de río y un sinónimo de culto a la amistad. Por su Quincho, pasaron innumerables personalidades. Fue amigo de Carlos Monzón, de Alain Delon y de todos...

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Agustín Carlos Uleriche, el entrañable “Chiquito”.

Foto: Archivo El Litoral

 

 

de la Redacción de El Litoral

Profundo dolor ha provocado la muerte de Agustín Carlos Uleriche, conocido por los santafesinos como “Chiquito”, el propietario del famoso restaurante El Quincho de Chiquito que durante décadas concitó el interés de sus conciudadanos y de las personalidades del ámbito deportivo, político y del espectáculo que visitaban Santa Fe.

Uleriche nació en el paraje Estancia Los Cuervos, a sólo 30 kilómetros de la ciudad de Santa Fe, el 29 de mayo de 1937. Hijo de Carlos Uleriche y Martina Savoye, desde muy pequeño comenzó su estrecha relación con el río. Desde hoy a la tarde, luego de ser velado en Santa Fe, donde cientos de amigos dieron testimonio de amistad y muestras de dolor por su partida, también descansa en la Costa, su Costa, no muy lejos del lugar en que creció y en donde montó su quincho.

En una entrevista de El Litoral sostuvo que en la Vuelta del Pirata “trabajaba como pescador artesanal y vendía el producido de mi pesca a acopiadores, el pescado sobraba y, entonces, posteaba algunos amarillos y moncholos, los fritaba en mi ollita negra al lado de mi canoa, en la vera del arroyo Leyes, e invitaba a quien lo quisiera, a cambio de algo de provista para mi ranchada en la isla. Pasó poco tiempo y mi fritanga tuvo un éxito impensado. Tal es así que, los mediodías de los domingos, gente de la ciudad venía a la costa a comer mi frito, de parado y a la sombra de un aromo, al lado del río... Al ver esto, mi amigo, don Roco D’Aleva, trajo de regalo un tablón y dos caballetes, para que les ofreciera a mis clientes mayor comodidad. Más gente me visitaba, la sombra del aromo fue quedando chica, y comencé a fabricarle un alero de paja a mi ranchada, donde ubiqué el tablón y algunas sillas... Pero en poco tiempo me quedé corto de espacio, y el alero se transformó en quincho, que siguió creciendo, y abrió sus puertas a todos el 28 de agosto de 1965”.

El Quincho estuvo ubicado en la Vuelta del Pirata hasta que, la devastadora crecida del Paraná de 1982, obligó a la mudanza a nuestra ciudad. Tras un período en la Rotonda de la Costanera, el actual emplazamiento abrió sus puertas el 2 de febrero de 1984.

El inolvidable Carlos Monzón comenzó a frecuentar el lugar en 1967 (ya era campeón argentino y sudamericano mediano) y, años después, “Escopeta” supo que el padre de Chiquito fue quien les había dado comida y refugio a su padre Roque y a su hermano Inocencio cuando la familia Monzón se mudó desde San Javier hacia Santa Fe en diciembre de 1951... Años más tarde, con Monzón en la cárcel, Uleriche se encargó de ir todos los días a visitarlo y llevarle comida, en un gesto que lo pinta de cuerpo entero: la amistad es para siempre, en las buenas y sobre todo en las malas.

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Hermano e hijo. El recordado Carlos Roteta no es hermano de sangre de Chiquito, pero merecía serlo: eran muy compinches. Aquí, junto con Carlos Uleriche, el heredero de un modo de trabajar y de ser. Foto: Archivo El Litoral

El Quincho de Chiquito mismo, es historia pura, un ícono y motivo de gran orgullo para todos los santafesinos, y visita obligada para quienes arriban a Santa Fe. Mediante ordenanza Nº 10.358, el Templo de la Amistad fue declarado de Interés Turístico Municipal en octubre de 2002. Más de 1.500 fotos atestiguan las visitas de importantes personalidades del espectáculo, arte, ciencia, deporte y política, entre otros ámbitos.

Chiquito

Por Rogelio Alaniz

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Carlos Monzón de un lado, Alain Delon del otro, algunos de los amigos que supo cosechar en su vida “Chiquito”.

Foto: Archivo El Litoral

El don de la amistad fue su virtud destacada. Sus valores pertenecían a un tiempo antiguo, a un tiempo donde el apretón de manos, la palabra empeñada, el abrazo cordial valía igual o más que un documento. Toda charla con él significaba recuperar un pasado forjado en fogones criollos y alrededor de una mesa ancha y generosa, un pasado tejido entre hombres solitarios, recatados y de palabras justas que celebraban diariamente la ceremonia de la amistad acompañados de un vaso de vino y el rasgueo sentencioso de una guitarra o el lamento discreto de un acordeón.

Fue un gran señor. Un caballero, un caballero de alpargatas y pañuelo al cuello. Su nobleza no provenía de la sangre o de la fortuna, sino del corazón. Fue un hombre de códigos y contraseñas. Respetaba y lo respetaban. Conversaba con todos, pero no con cualquiera. Como el personaje de Antonio Machado, sabía hablar consigo mismo. En el mundo hay hombres para quienes la razón de su existencia es el poder, el dinero o el placer. Para Chiquito la razón de su vida fue la amistad. Nada podía desplazar esa fe, esa convicción, ese credo laico que profesaba sin estridencias pero con secreto orgullo. El aprendizaje le venía de lejos. Su padre fue el capataz de la estancia de Los Cuervos y el muchacho forjó su corazón en aquellas jornadas a cielo abierto, bajo la luz del sol o el brillo oscilante de las estrellas. Entonces los hombres se reunían alrededor del fogón o de la parrilla. La hospitalidad era el hábito. El mate amargo, el trozo de carne asado y el vaso de vino siempre estaban disponibles.

Chiquito nunca olvidó aquellas lecciones de vida aprendidas al lado de su padre en un tiempo que seguramente se confundía con la eternidad. Y siempre recordará aquella noche cuando un carro tirado por un matungo viejo y cansado se acercó al fogón buscando un plato de comida y una jarra con agua. Y siempre la recordará porque en ese carro viajaba un chico que se llamaba Carlos Monzón.

Estuve con Chiquito la tarde siguiente a la que Monzón marchó al silencio. Estaba en el quincho. Solo. No hubo lágrimas fáciles ni palabras exageradas. Simplemente me dijo: “Todavía lo estoy esperando”. Después agregó: “El horcón más importante del quincho se me ha caído”. Y ni una palabra más. Después los recuerdos. Y esa mirada suya, una mirada que recordaba la caída de la tarde a la orilla del río.

Según cuentan quienes los frecuentaron, al único hombre que Monzón respetó, al único hombre que ni ebrio ni dormido se atrevió a levantarle la voz, fue a Chiquito. Y cuando a Chiquito le preguntaban por las razones de su amistad con Carlos, él decía que a los hombres de verdad se los pone a prueba en los momento duros y Carlos siempre había sabido responder a esas exigencias de la vida. “Fue un hombre de honor”, me dijo una vez refiriéndose a su amigo. Y Chiquito no era hombre de rendirle ese homenaje a cualquiera.

Siempre fue Chiquito. Chiquito Uleriche. Así lo llamaban sus amigos que fueron legiones. Respetado y querido. Generoso, hospitalario, derecho. Tenía el señorío y la distinción del criollo. Y lo era, porque esa virtud no pertenecen a una raza, sino a una manera de vivir, a una elección de vida.

Sus quinchos en la Costanera y en la Vuelta del Pirata fueron un orgullo para Santa Fe y los santafesinos. En los rincones más lejanos de la patria se hablaba de Chiquito y su comedor de pescado. En Brasil, en Uruguay, en Chile he encontrado gente que pronunciaban su nombre con respeto. Una vez en Madrid dos amigos argentinos me decían que extrañaban el quincho de Chiquito. Lo decían sin sentimentalismos fáciles, con la certeza que domina a quienes extrañan algo que se quiere.

Con su muerte un pedacito entrañable, íntimo de Santa Fe se pierde. Adiós a las tenidas en la mesa del quincho comiendo pescado, jugando a las cartas, hablando de bueyes perdidos. Adiós a esas noches que se juntaban con la madrugada. Adiós a aquellos multitudinarios y prolongados cumpleaños acompañados de amigos, abrazos, copas y música. Adiós a su estampa, a su sonrisa tímida, a sus refranes y ocurrencias, a su exquisita discreción. Se fue Chiquito. Su corazón generoso y bueno dijo basta.


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Ramona Galarza y Amílcar Brusa en una festiva foto. Era normal que los artistas y famosos pasaran por el Quincho para degustar un pescado y hacer culto a la amistad.

Foto: Archivo El Litoral