En espera, una fábula

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Ilustración de Alain Reno

Estanislao Giménez Corte

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‘Un día me detuvo en la calle y me preguntó: ‘¿sabes cómo atormenta el diablo a los réprobos?’. Ante mi respuesta negativa, dijo: ‘los hace esperar’.

C.G. Jung (‘Ulises, un monólogo’. 1933)

AHORA

¿Dónde está ahora, y desde dónde no viene ya, y porqué se evade, tanto, la palabra que espero? ¿Está en mí, adentro, y desde allí calla para callarme? ¿Está afuera, en las cosas, en los otros, en las circunstancias, en el pasado? ¿Desoye mi llamado, yace en imposible distancia sólo para saberse ida, para negarse a la mano que quiere tenerla y escribirla, aunque tarde, y temblorosamente?.

Sé que estaba ahí, antes. Estaba, creo, en las mañanas, en el pliegue de su mano ofrecida, en una música cualquiera, pero ahora ¿adónde va a enmudecer? Estaba, siempre estuvo en algún lado, a los lados, a mis lados, más o menos cerca, como latente, dispuesta de a ratos, pero ahora ¿cómo asirla, callado viento sordo que no pasa, sonido que pasa tan lejos, imperceptible?

¿Por qué, pregunto esta mañana, no cae, ya, ahora mismo; por qué no sube, pregunto, como un cálido abrazo que rompa la intemperie que su ausencia ha creado?; ¿por qué no se aparece como antes, inesperada, bellísima y un poco ajena, como un amor de madrugada?; ¿por qué no cumple el que creía su destino, arrancarme de esta latencia, de esta inercia, de este cansancio desesperado de no hacer nada?

¿Está, y por eso no puedo sentirla, en los ausentes, en alguien que ha cambiado, en alguien que dice adiós? ¿Está, y allí quedó, en los lugares a los que no volveremos, en las fotos de ayer, en los que éramos cuando supimos pronunciarla? Antes, cómo decirlo, antes la percibía, la intuía, de súbito; venía y pasaba, musa errante, como una epifanía, como un momento, pero ese momento, cómo decirlo. Ahora sé que su ínfimo disfrute fue también su pérdida. Antes, antes sucedía, como sucedían las cosas. Pero ahora, ausencia espectral, deseo ¿te has ido, enteramente?

ANTES

Entonces mi vida se detuvo. Entonces sentí, en derredor, debajo, por wencima, a las cosas irse para desvanecerse (allá, otrora, fuera). Sentí a los otros irse, los vi pasar, impertérritos hacia esta quietud. Entonces esperé, ¿que volviera la palabra, que volvieran los otros, que la palabra y los otros me obligaran a moverme, que sucedieran las cosas y no esta espera? Vi, congelado, dolorosamente consciente, empequeñecerse a las cosas hacia la nunca establecida línea del horizonte. Comprendí que los otros no comprendían. Supe entonces (vi, sentí, temí) que esta ardiente quietud no podía ser comunicada. Único sabedor de ésta, mi propia celda autoinfligida, vi pasar los ríos de gentes, la arena de las cosas, aferrado apenas al resto de sal de mi propia percepción. Cien veces tragué la saliva, a medida que mi soledad se expandía.

Una noche de calor creí entender. Mi historia se detuvo porque por la noche me fijan a la cama atabacadas voces de interrogar, personales demonios internos, más o menos ficticios, más o menos aterradores, que irrumpen en el entresueño con una única morfología: la de ser densas palabras, encadenadas, proferidas, que demandan. Mis otras vidas, mis otredades, mis pasados, todo lo sido y todo lo que podría haber sido, violan la oscuridad, rompen el sueño y me llaman: me hablan; me detienen; me piden que regrese; me preguntan porqué. Me quitan el sueño y fijan mi decurso al momento de su aparición. Allí quedo, a su merced. Transforman la noche en un débil ejercicio de yacer y esperar, hasta que aquietan su interpelación de espectros imaginarios. Me cuestionan, me someten a atroces pensamientos, me obligan a pensar qué hubiese pasado si.

No tengo respuestas, por supuesto, y sus preguntas devienen en un lento insomnio, en una carga que ejerce su peso desde adentro y hacia adentro de mi cuerpo, acaso porque tengo cuentas impagas con esas voces, acaso porque sé erradas mis decisiones, acaso porque carezco de certeza alguna. En la jornada, el lastre de su aparición coarta cada gesto, toda iniciativa, algunas pocas ideas. Prestas para asaltar la oscuridad, hábiles para detenerme en el día, desde algún rincón intangible tiran de mis extremidades (hacia dónde, pregunto). Cuando estalla la mañana, la faena de detenerme está consumada.

AHORA

Alguna cosa cambió anoche; creo haber escuchado algo como esto: ‘para escribir hay que desesperar; hay que esperar que pase la desesperación de la espera; para escribir hay que ver el ápice de energía que hay detrás de la furia, de la indignación, del amor, de la desolación por las cosas y las gentes, y usarlo, después de todo, como en una catarsis; para escribir hay que correr, detenerse y esperar que vuelva la desesperación, para escribir hay que esperar’, decía, creo. Esta mañana alguna cosa había cambiado, y ahora mismo: lento, viene, siento venir que viene, desde la tierra yerma de ayer, donde no había nada, sólo alguien sentado en la oscuridad, el vientito agridulce, el ansia. Lo he esperado uno, dos, siete meses, es lo mismo, ya sabemos que sólo hay presente. Lo he esperado tanto, ¿será esa voz que es una música?; ¿sentiré esa voz como una música?; ¿será alguna vez mi voz una música? ¿sonará, alguna vez, a cadencia melancólica y no a melodía aparatosa fuera de tempo? Si llega, ¿me dejará ensayar el paso que me pide el cuerpo, cuya orden parece no llegar nunca?