Sobre la parábola de la “k”

A confesión de letra

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Estanislao Giménez Corte

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“K. se dejó conducir, notando que entre el grupo abigarrado de gente había un estrecho sendero que probablemente dividía a dos partidos. Esta conjetura era tanto más verosímil cuanto que a todo lo largo de las primeras filas, tanto de derecha como de izquierda, K. no vio ningún rostro vuelto hacia él (...) No busco un éxito oratorio -dijo K. siguiendo el hilo de su pensamiento- que por otra parte no conseguiría (...)”

Franz Kafka, “El proceso” (1914)

I

¿Que cómo hice para llegar acá, a esto? Yo también me lo pregunto ahora que, un poco sola, en letras de molde, un poco triste, en gruesos cuerpos de titulares, en todas las grafías imaginables, en todos los formatos imaginables, en todos lados, soy expuesta así, como símbolo, como síntesis pregnante y significante -así les gusta definirme a los de la academia-, ahora que he tomado, un poco contra mi voluntad, la prensa por asalto.

Ahora que me entrevero en las discusiones de bares y funciono como una suerte de línea divisoria; ahora que antagonismos varios suceden a mi pronunciación; ahora que soy una bandera un poco radicalizada de no sé bien qué causa, me pregunto entonces qué.

Acompaño esta repentina fama mía, claro, no puedo renegar de mi pertenencia a las palabras que integro, pero es como si viera ello un poco de lejos; ciertamente mi origen es muy otro y distinto.

Será mi coyuntura secular ésta, el de ser una marca ahora, un adjetivo brevísimo, un signo de los tiempos. Pero yo era otra cosa, quiero decir, como letra, en el castellano, siempre fui más bien periférica y extraña, bastante marginal, exótica. Cualquiera diría que venía del polaco o del alemán, o que allí, en esas lenguas, descollaba, presente en nombres de calles y de ilustres prohombres, en discursos de políticos que me decían con metálica fonética. Siempre, toda la vida fue así. Hasta hace poco, hasta que en cierto país sudamericano desplacé a cálidas vocales de las luces del centro y a familiares sonidos por mi presencia, casi al modo de una ruptura, o de una provocación.

Antes, la asociación inmediata que disparaba mi sonido se ligaba a lenguajes nórdicos, al checo, al frío, al este. Tengo, lo admito, cierta dureza morfológica, lo sé, pero ésa fue mi ganancia en otros tiempos. En el castellano siempre fui una rara avis, una letra distante que resonaba en gélidos y durísimos nombres famosos como Kant y Kierkegaard. Aparecía, sí, lejana en la distancia, aquí y allá, para los estudiantes de filosofía y letras, pero para los hispano hablantes, esa distancia fingida o real podía verse como una suerte de valor agregado, algo que no se conoce y está lejos y es misterioso.

II

Ello cambió un poco, bastante para ser sinceros, debido a un gran autor, debido a una de las grandes obras de un gran autor: Kafka, lo kafkiano y en especial su tan admirado “El proceso”. Yo era intocable y levitaba por encima de todo, en inmensos volúmenes ilustres, hasta que él me hizo personaje. De modo que, durante años, yo fui eso: el personaje perplejo, el nombre del personaje perplejo, la síntesis del nombre del personaje perplejo que va hacia la elefantiásica administración anónima a tratar de entender porqué fue condenado y en qué consiste su crimen y cómo es que ello sucedió. Letra y personaje, mi fama invadió el mundo y con ello el nombre de mi creador y con ello mi forma y mi sonido, la K. Hubo y hay muchos otros que me dieron lustre, además: Keats, el célebre Rudyard Kipling, el más contemporáneo Milan Kundera, el suicida Kennedy Toole.

Todo ello hasta que, en una graciosa parábola, la K, o sea yo, para el imaginario social argentino, pasé de ser una referencia del pensamiento universal y de la filosofía a una letra artística, literaria, nacida en la ficción como retrato o descripción de lo social -el Joseph K. o K. a secas- primero; y ahora, por imperio de las circunstancias, de estas particulares circunstancias de este particular lugar, devengo finalmente una letra política. Una síntesis simbólica, aunque la comparación parece forzada, que atraviesa ámbitos, como muchos sujetos que, viniendo de la literatura, de la música, de la plástica, se sienten convocados por la res pública y van hacia ella.

Si hago memoria, de hecho, obtuve una extraordinaria fama de la mano de John Fitzgerald, pero ésa es otra historia, no viene esta confesión susurrada a pretender ser una lista de los cientos de miles de apellidos y nombres que he formado y formo, y menos aún de su fama. ¿Sobre qué es, entonces, esta declaración que te acerco, lector, a propósito de qué viene? Veamos: es sobre cómo la historia me ha llevado, arrastrado diría, desde altos edificios de la filosofía universal a las altas esferas intangibles del arte; y sobre cómo, en contrapicado, en los últimos tiempos, en tierras australes, he entrado al barro de la política.

Y es sobre cómo ese paso, ni bueno ni malo en sí, me ha modificado para siempre y ha modificado por ello a quienes me ven, me leen, me observan, en carteles, en discusiones, en la prensa. Y es sobre cómo soy ya, quizás definitivamente, una letra criolla, encarnada en la discusión electoral, política, democrática, partidista, bajada de los cenáculos imposibles del arte y del pensamiento. Me hallo ahora, me muevo entre el sudor de las gentes, en el calor y la desesperación de lo cotidiano.

Asumo con perplejidad, y con temor, y con el vértigo que impone la cosa política, ser esto que soy, ahora, acá. Espero serlo para bien. Todo, con el tiempo, tiende a sintetizarse, a simplificarse, a reducirse a una opinión: ¿qué es lo que voy a ser en la lectura de las gentes de acá a un tiempo? ¿Que será la K o “lo K”? ¿Qué significará esa síntesis en el futuro? ¿Qué cosa operará en mí este traslado? ¿Seré un adjetivo de qué tipo, colocado dónde, antes o después de qué nombre, y con qué objeto, el de la denostación, el del elogio, el de la descripción de una época, la referencia a una épica imaginaria o real?