Crónica política

Antonio Bussi

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Antonio Buzzi. No fueron las masas tucumanas las que le dieron la espalda al general, fueron las instituciones republicanas y la conciencia moral de la Nación. Foto: Archivo El Litoral

Por Rogelio Alaniz

Se murió Antonio Bussi. No me gusta festejar la muerte de nadie, pero tampoco derramar lagrimas hipócritas o posar de neutral como si la muerte mejorara a la gente. Lo más suave que se puede decir de Bussi es que fue un represor y, lo más efectivo, es que fue un asesino. Quien diga una cosa o la otra no está faltando a la verdad. Bussi ordenó matar, mató y se enorgullecía de ello. Lo único que se puede argumentar a su favor es que estaba convencido de lo que hacía. No era un blando o un vacilante. Como los psicópatas, mataba sin culpas y como Rico se jactaba de que nunca dudaba. Esa verdad la aprendieron sus subordinados, pero la sufrieron sus víctimas.

Agotar la biografía de Bussi en su costado represivo es decir una verdad a medias o faltar a la verdad. Bussi fue un represor, pero un represor popular. Ese fue su rasgo más original y sobresaliente. El temible general, el jefe militar que alardeaba de no exigirles a sus hombres ninguna tarea que él no hubiera cumplido, fue al mismo tiempo el político más popular de Tucumán. ¡Que lección a tener en cuenta para quienes hablan de la sabiduría del pueblo o los que identifican al voto mayoritario con verdad o con bondad popular!

Bussi no sólo estaba convencido de lo que hacía, sino que, además, era sincero. Nunca engañó a nadie, nunca se presentó como algo diferente a lo que fue. Viejo y derrotado, seguía creyendo en el puñado de verdades que organizó su vida. Nunca se arrepintió y nunca reveló un secreto militar. Como los centuriones de Larteguy, se llevó todos sus secretos a la tumba.

Las mieles del calor popular las disfrutó siendo gobernador de la dictadura. Si en ese momento se hubiera convocado a una elección es probable que hubiese sido plebiscitado. Una amplia mayoría social de Tucumán estaba fascinada con él. Ponderaban su energía, su coraje, su capacidad de decisión y hasta la vulgaridad de su lenguaje castrense era valorada como una virtud excelsa.

Tan eficaz fue su gobierno durante los años de Videla, que esa gestión se constituyó en tiempos de democracia en su principal capital político. Bussi carecía de facilidad de palabra, pero no necesitaba del recurso del lenguaje para ganarse la confianza de la mayoría de los tucumanos. Con recordarles lo que había hecho a fines de los años setenta alcanzaba y sobraba.

Gracias a esas hazañas civilizatorias fue gobernador, legislador e intendente. Todos los honores los obtuvo con el voto popular. Si no pudo ingresar al Congreso o ejercer la intendencia de la ciudad de Tucumán no fue porque no tuviera votos, sino porque lo vetaron institucionalmente. ¿Está bien que lo hayan hecho? Creo que sí, pero más allá de lo que yo crea, no deja de ser interesante que el hombre que ahora es presentado como un monstruo, fuera en la década del noventa el político más popular de Tucumán.

El único candidato que pudo competir con él fue Palito Ortega ¡Ironías de la existencia! El cantante popular, el mismo al que Onetti calificara como “el animal que canta en la radio”, el mismo que durante la dictadura militar se cansó de filmar películas contando con la colaboración desinteresada de las fuerzas armadas, era ahora el único dique de contención al empuje avasallante del general.

Interesantísimo. ¡En Tucumán hubo que elegir entre Palito Ortega y Bussi! La provincia que en los años sesenta y setenta fue considerada por la izquierda como el paradigma de la rebeldía social, la provincia a la que Mario Roberto Santucho consideró que era la que reunía las condiciones objetivas y subjetivas para constituir un territorio liberado, ahora debía optar entre el general y el autor de “Despeinada”, “Yo no quiero media novia” y “Niñera nueva ola”, entre otras exquisiteces.

Palito Ortega detuvo el avance de Bussi durante cuatro años, pero en 1995 el general llegó finalmente al gobierno arrullado por el voto popular. Un relevamiento sociológico de los votos de Bussi daba cuenta de una amplia coalición social donde los pobres, las clases medias y los ricos se daban la mano para asegurar el triunfo del líder de la sugestiva Fuerza Republicana.

Si alguna calificación merecería hacerse del régimen de poder que montó y de los símbolos que sostenía su ascendiente social, la palabra que mejor lo expresaría sería la de “populismo”. Bussi fue, si se quiere, un atípico líder populista y lo fue por la coalición social que lo apoyó y por su manera de ejercer el poder. También por su autoritarismo y corrupción, un dato que adquirió estado público cuando se conocieron sus cuentas corrientes abiertas en bancos europeos, un hábito moral que parecen compartir todos los populistas.

A Bussi se lo recordará por sus crímenes, pero también por sus disparates. El hombre que resolvió el tema de las villas miserias levantando un muro, es el mismo que puso punto final a la mendicidad expulsando a los indigentes a las provincias vecinas. Lo hizo en su estilo brutal y despiadado, pero lo hizo. Yo recuerdo que cuando fue gobernador de la dictadura convocaba al turismo asegurando que en la provincia los ladrones habían sido liquidados. Y, la verdad sea dicha, no exageraba.

Las simpatías populares no las ganó solamente ejecutando disidentes o torturando a sospechosos, también las ganó con políticas sociales eficaces. Bussi no sólo aprendió a torturar en sus cursos militares en Estados Unidos. Allí también descubrió que para impedir la llegada del comunismo era necesario, junto con la mano dura, políticas de integración a los más pobres. Lo hizo y lo hizo bastante bien. En aquellos años se contaban anécdotas ejemplares. Se decía, por ejemplo, que se presentaba en los despachos de los empresarios con una pistola en una mano y en la otra las cifras de sus ganancias y les exigía dinero para hacer escuelas, caminos, hospitales y centros cívicos. Nadie se negaba. El hombre eliminaba a la guerrilla y toda forma de protesta social, pero al mismo tiempo disciplinaba a las clases propietarias con sus modales de soldado. En ese punto Guillermo Moreno disponía de un ilustre precursor.

Después le llegó la noche. Y sufrió en carne propia lo que ya parece ser un clásico de la política argentina: nadie lo votó. No lo hice, pero apuesto doble contra sencillo que si hiciéramos un relevamiento sociológico en Tucumán descubriríamos, para nuestro asombro, no sólo que nadie lo votó, sino que nadie se acuerda del hombre que durante dos décadas fue el más poderoso de la provincia.

¿Por qué los tucumanos lo temieron y lo amaron tanto? Difícil responder a esa pregunta. Difícil responderla, entre otras cosas, porque existe el prejuicio de que el pueblo nunca se equivoca y que la soberanía popular es portadora exclusiva de buenos gobiernos. ¿Qué pasa cuando esa soberanía legitima con su voto a un personaje como Bussi? ¿Alcanza con decir que esos votos estaban engañados? ¿O que sólo lo votaron los ricos? Por desgracia los estudios sociológicos no dejan mentir. A Bussi no lo votaron por lo que no hizo, sino por lo que hizo. Quienes le dieron su apoyo no estaban confundidos, todo lo contrario. Y uno de sus soportes electorales más fuertes fueron los pobres.

No fueron las masas tucumanas las que le dieron la espalda al general, fueron las instituciones republicanas y la conciencia moral de la Nación. Si todo hubiera dependido del veredicto electoral, Bussi habría seguido siendo durante unos años más el hombre fuerte de la provincia. Algo parecido podría decirse de Luis Abelardo Patti o Aldo Rico. Son populares a su manera y en su estilo, pero esa versión autoritaria, prepotente y reñida con las tradiciones republicanas, suelen tener buena acogida en determinadas franjas del universo popular.

¿La respuesta a Bussi, Patti o Rico debe ser entonces lo antipopular? No. Al respecto, lo que importa entender es que el autoritarismo en sus versiones más violentas, el culto a los caudillos paternalistas y severos, suelen ser mitos instalados en el imaginario popular. Por supuesto que hay otros caminos para pensar lo popular y otras articulaciones para anudar lo popular con la democracia y el progreso, pero si Bussi nos deja alguna lección hacia el futuro, no es tanto la ferocidad represiva como la posibilidad cierta de que esa ferocidad no sea valorada por el soberano como un vicio o un horror, sino como una virtud o como una necesidad. Virtud y necesidad... en algún tiempo esas inclinaciones a favor de las gestiones autoritarias se las atribuíamos a los ricos o a las elites beneficiarias de las dictaduras. Lo que Bussi nos enseña es que un personaje que representa con tanta nitidez el rostro más execrable de la dictadura militar, puede ser al mismo tiempo, temido y amado; respetado y deseado. Una enseñanza que en este atribulado siglo XXI conviene tener en cuenta.

Si Bussi nos deja alguna lección hacia el futuro, no es tanto la ferocidad represiva como la posibilidad cierta de que esa ferocidad no sea valorada por el soberano como un vicio o un horror, sino como una virtud o como una necesidad.


Tan eficaz fue su gobierno durante los años de Videla, que esa gestión se constituyó en tiempos de democracia en su principal capital político. Carecía de facilidad de palabra, pero no la necesitaba para ganarse la confianza de los tucumanos.