Preludio de tango

Héctor Pacheco, “el príncipe de Buenos Aires”

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Manuel Adet

 

Fue dueño de un estilo elegante, distinguido, intimista. Escucharlo cantar significa imaginar lujosos locales nocturnos, grandes salones, salas de baile frecuentadas por las clases altas, hoteles de muchas estrellas donde los violines, el piano y los bandoneones acompañan a un cantor que recrea con su voz un mundo que ya no existe pero que siempre es agradable evocar. “En un mundo de alegría entre humo y copas de champagne” como dice en “Sollozos”, el poema escrito en 1922 por Emilio Fresedo.

Su época de oro fueron los cinco años con Osvaldo Fresedo y los dos o tres años con la orquesta de Carlos García, acompañado entonces por Vardaro, Baralis, Leopoldo Federico y Horacio Malvicino. Diez años le alcanzaron y le sobraron para merecer el titulo de “Príncipe de Buenos Aires”. Los años anteriores y posteriores fueron la antesala o el epílogo de sus tiempos de brillo y esplendor.

Algunos grandes poemas del tango fueron consagrados por su voz. “Discepolín” fue estrenado por él, temas como “Patotero sentimental”, “Silbando”, “Pero yo sé”, “La copa del olvido”, “Lluvia sobre el mar”, “Nostalgias”, “La casita de mis viejos” entre otros, integraron su exclusivo repertorio.

“Vida mía”, un poema escrito por Emilio Fresado en 1933, fue su tema clásico, el que solicitaban cuando ya estaba viejo y algo decadente sus incondicionales que nunca sumaron multitudes pero que siempre fueron leales a su Príncipe. Se dice que su caudal vocal era modesto, pero que se las ingeniaba con otros recursos para suplantar los límites físicos. Puede ser. Lo que está fuera de discusión es que ese estilo “romántico”, delicado, algo abolerado, como decían sus críticos más severos, supo representar una época y, me atrevería decir, a una clase social que reconocía en el ritmo de Fresedo y la voz de Pacheco una marca propia.

Siempre se dijo que Fresedo -también De Caro- representó el tango “alvearista”, es decir el tango que el patriciado y las clases medias en ascenso estaban dispuestas a consentir. Se trataba de una música interpretada por excelentes profesionales que se presentaban en el escenario luciendo smoking y actuaban para un público que reclamaba una música y una voz que revele un mundo armonioso, sereno, en donde hasta el drama de amor más intenso siempre se narrara con tonos medidos.

Fresedo contó con cantores que se adecuaban a ese estilo. Basta con nombrar a Roberto Ray, Ricardo Ruiz u Oscar Serpa, para disponer de una idea aproximada de los niveles de calidad exigidos por el “Pibe de la Paternal”. Pacheco perteneció por derecho propio a esa escuela y para más de un crítico fue su mejor exponente, el más afinado, el más seductor y, también, el más personal.

Según sus biógrafos, nació en la ciudad cordobesa de Marcos Juárez el 15 de marzo de 1918. Es la opinión oficial y, seguramente la más difundida, aunque debo advertir que para más de un santafesino, Antonio Lino Ingaramo nació en nuestra ciudad y vivió sus primeros años en la esquina de Bulevar Pellegrini y 4 de Enero. No tengo modo de confirmar este dato, simplemente lo menciono.

Desde pibe le gustó la música y muy en particular el tango. A sus condiciones de cantor le sumó su interés por la ejecución de instrumentos como el piano y el violín. Un concurso organizado en Rosario, que lo distinguió con el primer premio, le permitió iniciarse como cantor en Radio Cerealista de Rosario. Para esa época se lo consideraba un aceptable imitador de Agustín Magaldi, motivo por el cual en algún momento mereció las críticas de Juan D’Arienzo para quien los imitadores carecían de horizontes artísticos.

Un par de años después se presentó a otro concurso organizado por Radio Argentina y auspiciado por la sastrería Braudo. Volvió a ganar, pero esta vez ya había abandonado la pretensión de ser el imitador de Magaldi. Para ese tiempo estaba vinculado artísticamente con las hermanas Silva y su dúo “Las Palmeritas”. Ingaramo en esos años empezó a ser Héctor Pacheco. La identidad iba más allá del nombre. El artista empezaba la búsqueda de un estilo propio, como corresponde a un verdadero artista. Durante más de diez años recorrerá diferentes orquestas y grupos musicales. Cantó con Alberto Pugliese y con Pedro Maffia se presentó en el “Tibidabo”. Para 1947 estaba con Alfredo Attadía y un par de años después recorrió las ciudades del interior con el cuarteto integrado por Armando Baliotti, Luis Adesso, Bernardo Sevilla y Anselmo Aieta. No se registran grabaciones en ese período, pero algunas condiciones debe de haber tenido este muchacho para que en diferentes circunstancias el maestro Osvaldo Fresedo preste atención a su estilo.

Finalmente, en 1952 Héctor Pacheco se incorporará a la orquesta de su admirado maestro. El escenario de su debut será el distinguido local de “Rendez-Vous”, ubicado en Maipú entre Paraguay y avenida Córdoba. La boite era propiedad de Fresedo y su violinista Eduardo Armani. Allí Pacheco debuta con “Milonguita”, el tema de Samuel Linning. Armando Garrido, el cantor oficial de la orquesta en ese año, es desplazado por Pacheco que en pocas noches define no sólo un estilo sino también un repertorio. A “Milonguita” le sucede “Discepolín” de Homero Manzi y “Pero yo sé” de Azucena Maizani. Luego llegarán “Patotero sentimental”, “Pampero”, “Lluvia sobre el mar”, “Por la vuelta” y “Vida mía”, temas grabados en los sellos Columbia y Odeón y que merecen el reconocimiento de una amplia platea tanguera.

Sin lugar a dudas que ese fue su momento de oro. Y lo fue no sólo por su repertorio y su sintonía con una de las grandes orquestas de la historia del tango, sino porque fue capaz con su estilo de crear una manera de concebir y disfrutar el tango. Pacheco se inclinará por las letras más intimistas o “románticas” como se dice con cierta ligereza en estos casos, pero su personalidad le permitirá adaptar letras de tango consideradas más “recias”. “Patotero sentimental”, “Lo han visto con otra”, “El pescante” o “Garufa”, por ejemplo, son asimilados a la melodía de su voz.

Pero lo que merece ser considerado como una verdadera creación es su interpretación del tango de Celedonio Flores, “Corrientes y Esmeralda”. La grabación no está muy difundida y no es fácil acceder a ella, pero es excelente. Llama la atención cómo Pacheco logra con este tema una de sus mejores interpretaciones y una de las mejores versiones de un poema que fue vocalizado por cantores de la talla de Edmundo Rivero, Roberto Chanel o Hugo del Carril.

Años después, muchos años después, Pacheco vuelve a interpretar “Corrientes y Esmeralda”. Ya no es el mismo. Ni su voz, ni su estilo ni su cadencia. Sin la dirección de músicos como Fresedo o García, Pacheco cae en el remanido lugar común de imitarse a sí mismo y sobreactuar. No fue ni el primero ni el último cantor de tango que comete ese error. Algo parecido podría decirse de Alberto Castillo, Alberto Morán o el propio Roberto Goyeneche. La vida disipada, los estragos de los años, las necesidades económicas y las pequeñas vanidades hacen su trabajo y cobran sus propias cuentas.

Héctor Pacheco murió en Buenos Aires el 28 de julio de 2003. Tenía entonces 85 años.