AUTORES, DESDOBLAMIENTO Y AUTOBIOGRAFÍA

La obra en la distancia

Estanislao Giménez Corte

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I

Si pudiera medirse ¿qué “distancia” habría entre el autor y la obra? Emile Cioran fue un famoso filósofo, un pensador del desencanto -podría decirse-, que trabajaba aforismos, breves formas cuasi literarias, para decir su áspera palabra. En diversos libros -llamados, por caso, “En las cimas de la desesperación”- relató las desgracias del ser humano y el absurdo de vivir. Quienes lo conocieron, sin embargo, lo describen como un sujeto amable y hasta afectuoso. En alguna entrevista, según recuerda su traductor al español Fernando Savater, rechazó la idea del suicidio y posteriormente invitó a comer a los periodistas. Sucede, podemos pensar a partir de este mínimo ejemplo, que existe una distancia entre el texto que elabora un autor y la propia personalidad del sujeto que escribe, y que ésta se manifiesta irregularmente: uno y otra, hombre y obra, no necesariamente están en simbiosis permanente, no siempre son una misma cosa. Podemos preguntarnos, no obstante, naturaleza del texto y personalidad del sujeto que escribe ¿son “uno” sólo en los momentos en que esa persona escribe?

La vida, incluyendo en ella a los actos que nos permiten subsistir -desde alimentarnos a hablar con los demás-, distanciaría de alguna forma al autor de su propia obra. El autor, en el preciso momento de decir lo suyo, lo hace inmerso en una atmósfera personalísima, sumergido en el acto en proceso, pero luego quizás necesita imperiosamente salirse de allí. Como quien escribe un terrible verso de desamor en la mañana y por la tarde sale a caminar tranquilamente con amigos y hablar de naderías.

II

Es que todo arte es autobiográfico... hasta donde deja de serlo. A riesgo de parecer esta última sentencia banal o tautológica, vamos a tratar de explicarnos. La imagen urdida por nosotros mismos del artista o autor -imagen elaborada en medidas simétricas por la obra en sí y por la “industria del entretenimiento” que nos acerca su imagen- suele estar a siderales distancias del sujeto en sí. No hay que conocer a tus ídolos decía, palabras más, palabras menos, Jorge Guinzburg. La razón de esa frase estaba en la triste experiencia que tuvo al conocer a uno de sus héroes, Woody Allen. Se produce de alguna forma, parece, un fenómeno de desdoblamiento, de escisión, de separación entre el sujeto y el autor, a menudo difícil de digerir para amantes y seguidores. Toda la maravillosa imagen de un genio en cualquier arte se desmorona, en algunos casos, ante el primer apretón de manos: muchos talentosos artistas fueron o son, en el trato directo, sujetos fríos, monosilábicos, pedantes, insoportables.

Roger Waters bien podría ser un caso: la imagen del compositor melancólico y oscuro colisiona de alguna forma con el sujeto que ríe en las fotos que circulan por los medios digitales: es la foto de un hombre maduro a pleno sol, pescando un dorado de proporciones y sonriendo pletóricamente. Pero entonces ¿sólo se es artista cuando se ejecuta el arte? ¿No es acaso que en la práctica de su facultad creadora, el artista sube, como pensaban los griegos, inspirados por fuerzas misteriosas, y que eso dura un momento, para luego “descender” y volver a ser sujetos de a pie?

III

En ocasiones, la ficción actúa como una muralla. Los escritores se parapetan detrás de lo ficcional para “poner” aspectos autobiográficos y “reales” en sus obras, pero sin la carga de lo verídico como condicionamiento. La consideración compartida de que ello es ficción -ese pacto de lectura con el lector- le da la posibilidad al autor de una libertad que no tiene un filósofo o un ensayista, que sin embargo se encuentran con los mismos problemas de procedimiento al momento de escribir. En algunos casos, ello representa un problema hasta de género: por ejemplo, en obras como el Zaratustra de Nietzsche o los mismos aforismos “poéticos” de Cioran, que cualquiera podría considerar “literarios”. Pero ese término usado como adjetivo, un texto filosófico/literario, ¿que viene a significar concretamente? ¿que ese texto tiene una mejor prosa que otros de sus colegas, o que ese texto, al cargar sobre sus páginas con la denominación de “literario”, es menos digno de atención o de seriedad? Alguien versado en filosofía podrá acercarnos una respuesta.

Hay una paleta posible de casos que trasciende esta nota: en el de los músicos de rock, pareciera que la obra queda cada vez más lejos del artista: las costumbres, hábitos y las opiniones de la juventud, la rebeldía o el inconformismo de ese particular momento de la vida, van quedando fuera de ‘tempo’ en las voces de ancianos millonarios que, a veces, las sobreviven lastimosamente; en otros casos, la obra “mejora” con el tiempo y de hecho actúa como un bálsamo melancólico para el propio sujeto; en otros, la obra de juventud representa un pecado que hay que olvidar.

Algunos escritores, entre ellos Jorge Edwards, sostuvieron que no debía publicarse nada hasta los cuarenta años; muchos opinan que justamente en los primeros años “está todo”, y que luego hay una repitencia en que el autor se plagia a sí mismo.

¿Cuántos autores habrán sentido que su obra se ha ido de ellos? ¿Cuántos la habrán observado como ajena, extraña, distante, y apenas recuerdan cómo eran ellos al momento de hacerla? ¿Cuántos tienen que cargar con el peso de decir una obra que apenas pueden escudriñar a una imposible distancia, muñecos de una pantomima involuntaria?

La obra en la distancia

‘Autorretrato con Collar de Espinas y Colibrí’ de Frida Kahlo. Podemos pensar que existe una distancia entre la obra que elabora un autor y la propia personalidad del sujeto que pinta. Uno y otra, hombre y obra, no necesariamente están en simbiosis permanente.

Foto: Archivo El Litoral