POSMODERNIDAD, VÍNCULOS Y DISTANCIA

Familias globales o la diáspora perpetua

Estanislao Giménez Corte

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I

Partir es morir un poco, pero morir es partir demasiado, rezaba una vieja humorada del escritor francés Alphonse Allais, que tomaba aquella famosa frase del saber popular para buscarle tal ironía. Durante décadas, la imaginación argentina observó al norte como a una suerte de símil de la tierra prometida.

En una de sus novelas más conocidas, “Dar la cara” (1962), David Viñas pone en boca de uno de sus protagonistas una muletilla de enorme significación, no sólo en aquellos años, sino en los tantos por venir: “irse”, “irse”, “irse”, repite un personaje todo el tiempo, atravesado lo mismo por dilemas políticos y personales. “Rayuela” (1963) de Cortázar, se divide en dos lados (de acá y de allá). Pero la ficción, en este caso como en otros, viene a ser una suerte de prolongación de un fenómeno que ambos autores vieron y que tiene su origen mucho más lejos. Fenómeno representado en torno de términos como “exilio”, “exilio político”, “exilio económico”, “autoexilio”, que tan tristemente conocemos. Pero ello es materia de la crónica política ¿no?.

II

En el hemisferio norte reposaban, y reposan todavía hoy, pero en mucho menor volumen, los brillosos conceptos a alcanzar (Primer Mundo, progreso, civilización, democracia). Estados Unidos, España. Francia, Italia rondaban, y rondan, desde siempre, entre los sueños australes. Como si se tratara, efectivamente, de una porción de la tierra prometida al acceso de unos pocos afortunados. Pedazo de tierra ínfima respecto del resto en extensión, pero que auguraba por su riqueza, a cualquiera de sus habitantes, un mínimo de las conquistas sociales de la Modernidad. Y que se veía desde afuera como a la realización de facto de toda una elucubración teórica sobre lo que debería ser un Estado Moderno. Lo que debería ser y lo que en muchos casos todavía es. En muchos, pero no en todos. Hacia allí fueron, y todavía van, como oleadas, gentes de todo el mundo. Pero el desmadre global de estos últimos años también ha alterado eso. Todo ha cambiado, terriblemente ha cambiado, si cabe el adverbio. Porque, de alguna forma, a la desesperación del que huye ha venido a contestarse que el sitio de sus sueños no sólo es de dificultoso acceso sino que, también, se encuentra en crisis. O que aquel ideal de bienestar sencillamente ha desaparecido. La diferencia radica, lógicamente, en el tamaño de las crisis, pero más de uno se habrá preguntado, y ahora ¿hacia dónde huir?. Pero ello es materia de la economía política ¿no?

III

Una publicidad de pastas relató, hace unos meses, exagerándola, una situación que se da de hecho, en dosis más o menos altas, aquí y en todos lados. Ésta cuenta la historia de la necesidad de una familia, los padres y tres hijos dispersos por el mundo, de encontrarse en un punto neutral que implicara para cada uno de ellos un recorrido similar de kilómetros. Y tal punto era... Marruecos. Pensemos en ejemplos genéricos: uno estudia en tal sitio, otro trabaja en una multinacional, otra viaja por placer y se detiene en hostels. Pero detrás de estos casos y esta representación amable y simpática, laten otras cosas, bastante más serias o pesadas: en cientos de miles de casos, aquél irse tiene que ver con terribles condiciones existentes en el lugar de uno: de falta de trabajo y oportunidades, como ha pasado y mucho con argentinos, al hambre atroz que arroja a las aguas del Mediterráneo a cientos de miles de africanos por año, o a tantos mexicanos a intentar el cruce de la frontera con los EE.UU. Pero ello es materia de la geopolítica y la sociología ¿no?.

IV

Siempre se utilizó, para definir a los movimientos migratorios, especialmente a los producidos desde los Estados desesperadamente pobres hacia los ostensiblemente ricos, o para ilustrar el caso de pueblos que desesperadamente dejan un sitio para no extinguirse, el vocablo diáspora. Como se sabe, es una noción bíblica relatada después del libro de “Génesis”, en “Éxodo”, justamente. Allí, en los primeros dos libros de la Biblia, y luego en “Números” (donde ya se incluye la normativa religiosa), se narra la diáspora del pueblo elegido (Israel) tras el abandono de Egipto. Es historia conocida, aunque no leída. Ahora, este relato puede tomarse como una representación de tantos otros. Las diásporas actuales son más bien caóticas y paradojales, y se cuentan por decenas y en general no tienen un final. Como si los pueblos o parte de ellos se trasladaran morosa y continuamente, sin descanso, erráticamente. Los argentinos recordamos muy bien la ida en masa a España en 2001-02 y cómo empezó a invertirse ese proceso desde 2009 en adelante. Pero el fenómeno de la dispersión de las familias, en particular, se vincula con muchos otros factores: otrora, el “costo” de dejar el país e instalarse en otro sitio se hacía a expensas de condiciones de vida que, en general, eran alevosamente mejores. La ecuación podría haberse sintetizado de tal manera: el sacrificio de las cuestiones emocionales en virtud de las mejoras materiales. Las diásporas actuales parecen, si no más desesperadas, menos racionalizadas, más terribles, no por las vidas sacrificadas, sino por la imposibilidad de pensar un destino. Así, la crisis contínua ha tomado a los paradigmas de la seguridad (Europa y Estados Unidos) y los ha demolido, pero las oscilaciones de los movimientos políticos son tan fuertes que tampoco ello asegura que vaya a seguir siendo así. Se nos dijo que la posmodernidad traía consigo la “desaparición” de las nociones de frontera, de distancia, de espacio, como si la apelación a determinados recursos tecnológicos supusiera una solución a la distancia. Para mucha gente, la dolorosa disyuntiva es tener que irse pero no tener dónde irse. No sólo eso: pareciera imponerse el hecho de no hallarse ni aquí ni allá, y la desaparición de un horizonte emocional o económico de seguridades, algo así como una diáspora perpetua. Pero ello es materia...