Cuando perdés el control

Cuando perdés el control

El control remoto es, como el celular, una extensión de la mano. Una espada, si quieren. Un elemento que nos da poder. Ayer se me perdió el poder: no tengo idea de dónde quedó. Literalmente, perdí el control.

 

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

Me figuro el control de la tele como una tortuga: se te puede perder ocasionalmente, pero anda por ahí. O expresado al revés, el viejo chiste del empleado hábil para esquivar el bulto que es como una “tortuga de jardín”: todo el mundo sabe que está, pero nadie sabe dónde. A veces, se te pierde el control remoto y es casi una tragedia. Aprendemos muchas cosas en la vida. Podemos manejar, hablar otros idiomas, manejar alta tecnología. Pero no sabemos resolver algo tan simple como adecuarnos rápido a la pérdida de algo habitual.

Si se corta la luz, estamos al horno; si se te pierde el control, también.

Lo primero que te pasa es que empezás a dar vueltas como un perro a punto de echarse. Das vueltas inútilmente, mientras “Dulce amor” o “Minuto para ganar” o “El ciudadano Kane” o el partido de fútbol entre Laferrere contra alguien -lo que sea: los gustos más disímiles tienen igual un punto en común y es que necesitan el control remoto- comienzan miserablemente sin vos.

La primera cuestión a dilucidar, sentado como estás en el sillón preferido, el que se encuentra frente al tele, es si el control está a las vueltas, a mano. Como ciegos, o como novios recientes, tanteamos alrededor, con la sospecha de que puede estar ahí nomás. Si no encontramos el control en esa primera búsqueda periférica, nos levantamos, acaso pensando que nos sentamos encima. Jodido tener tantos canales justo ahí abajo. Feo no darte cuenta que te sentaste arriba de la telenovela que te gusta, del partido de fútbol, de la película de Fellini...

Hasta ahí no insultás al control. Te parece que se trata de una travesura, que está jugando a la escondida, que se perdió por un instante, que se separó de su tutor. Pero conforme pasan los minutos, conforme empezás a dar vueltas los almohadones, conforme te arrojás no sin dificultad al piso (televisor y ejercicios no son compatibles), conforme y sobre todo disconforme no lo encontrás donde debería estar, empieza a generarse una suerte de bronca tanto contra el díscolo aparato como contra el o la inútil que lo usó último y que lo cambió de lugar.

La búsqueda se amplía y allí estamos ya en problemas, porque la casa es grande, el control es chico y los minutos y tu programa favorito siguen corriendo. El control de miércoles -porque ya empezás a tratarlo mal- no aparece por ningún lado.

Uno empieza a descubrir tardíamente que el control bien podría tener un único lugar de colocación, qué se yo, en el apoyabrazos derecho del sillón, en la mesita misma del televisor, en un aplique en la pared -como el control del aire acondicionado- o en alguna parte visible y de fácil acceso. Pero no ha sucedido eso, definitivamente.

Te entra una especie de sudor frío. Vas hacia el televisor para intentar la opción manual. Pero ya estás tan acostumbrado al control, hace tanto que no mandás mano a los botones -unos botoncitos minúsculos que nunca tocamos desde que compramos el televisor nuevo-, que en realidad naufragás en el intento y volvés a las puteadas a buscar sistemáticamente al control y a las personas que pudieron utilizarlo.

La búsqueda es ya una causa si no nacional, por lo menos familiar. Hay reproches, búsquedas francamente ridículas -¿a quién se le ocurre que un control puede estar arriba de la heladera o al costado del inodoro?- pero el pescado sin vender, el poncho no aparece, y el tiempo sigue pasando, sigue pasando...

Al final, lo encontrás en algún lugar obvio. Podría decir muchas cosas al respecto pero una voz me dice que debo cortar acá con este tema, antes de que pierda definitivamente el control. Es una voz remota.