La vuelta al mundo

Eichmann en Argentina

Rogelio Alaniz

Las historias escolares son las que más han insistido en otorgarle a la última frase del prócer un significado trascendente, como si en el momento antes de morir el héroe se iluminara y revelara en una frase el significado de toda una vida. Poco importa saber si la frase existió o no, porque lo que importa es ese esfuerzo de coherencia por decir lo que importa al borde de la tumba. Desde “¡Ay patria mía!” a “ Muero contento, hemos batido al enemigo”, la leyenda se encargó de otorgarle a los héroes una suerte de sabiduría póstuma y reveladora.

Adolf Otto Eichmann no quiso estar ausente en estas efemérides, y al pie del patíbulo, un instante antes de ser ahorcado en la prisión israelí de Ramla, dijo palabras que también intentaron darle sentido a su propia vida: “!Larga vida a Alemania, larga vida a Austria, larga vida a Argentina....nunca las olvidaré”. Lo de Alemania y Austria podemos considerarlo previsible. Eichmann, como Hitler, había nacido en Austria en 1906 y su carrera política como militante nazi la había desarrollado en Alemania o bajo la bandera de Alemania, ya que en su carácter de funcionario de las SS estuvo cumpliendo con su deber -como le gustaba decir- en Viena, Budapest, Praga y Varsovia.

¿Por qué la mención a la Argentina? ¿Por qué uno de los principales artífices del Holocausto, el impasible y obsesivo burócrata que organizó la muerte de cientos de miles de personas, evocó -minutos antes de morir- a la Argentina como el país que su corazón atesora con particular afecto? La respuesta es sencilla: porque la Argentina o, para ser más precisos, el gobierno argentino de entonces, le permitió ingresar al país cuando era uno de los criminales de guerra más buscados del mundo.

De Eichmann pueden decirse muchas cosas, menos que no sea agradecido. Diez años vivió su familia en la Argentina. Diez años en los que gozó del anonimato necesario como para olvidarse de que alguna vez había sido un teniente coronel de las SS. En nuestro país, Eichmann reorganizó su familia, tuvo su cuarto hijo y, en marzo de 1960, se dio el lujo de festejar las bodas de plata con su esposa. Y todo hubiera seguido en esa línea, si una noche lluviosa de mayo de 1960 un comando del Mossad no lo hubiera secuestrado y, luego de algunas peripecias dignas de una película de espionaje, trasladado a Israel para ser juzgado con los derechos y garantías que él en su momento le había negado a sus víctimas.

Eichmann llegó a la Argentina en 1950. Concluida la guerra, se las ingenió para ocultarse y vivir durante cinco años en una anónima aldea del Báltico con el apodo de Otto Eckmann. Una gestión de un sacerdote franciscano, simpatizante de los nazis, le permitió conectarse con la delegación de Génova de la Cruz Roja Internacional, la que le extendió un pasaporte a nombre de Ricardo Klement.

Eichmann no será el primero ni el último criminal de guerra que encontrará cobijo en la Argentina peronista de esos años. Parodiando una frase atribuida a Mansilla en la época de Rosas, muy bien podría decirse “Ser nazi en la Argentina de los años cincuenta, ¡Que pichincha!”.

En su momento se dijo que los alemanes que llegaron a estas costas eran científicos destacados que hicieron alguna contribución al país. Pregunto: ¿Cuáles fueron los aportes científicos de Mengele, Bormann, Priebke, Eichmann? Tal vez una de las incógnitas más interesantes a develar de la historia de la posguerra, es cómo fue posible que las ideas derrotadas en Europa en 1945 hayan desembarcado triunfantes en estas playas, y que los verdugos de millones de personas hayan descubierto a la Argentina como un santuario donde peregrinar y lavar culpas y pecados.

Diez años vivió Eichmann en la Argentina. Lo hizo en el más gris anonimato y en condiciones económicas precarias. Durante tres o cuatro años trabajó en Tucumán en la empresa Capri, dedicada a exploraciones hidrográficas. Para 1952 su familia, es decir, su esposa Verónica Liebl y sus tres hijos varones, llegaron a la Argentina. Se supone que en 1955 ya estaba viviendo en la localidad de San Fernando, en la luego célebre “casa de la calle Garibaldi”. Y trabajando como obrero electricista en la empresa Mercedes Benz, ¿Cómo se explica que un jerarca nazi, un hombre del poder que frecuentaba los círculos más distinguidos de la sociedad alemana, viviera en la Argentina de un trabajo que le exigía cumplir diez horas de servicio y trasladarse en ómnibus o en tren como un obrero más? ¿Cómo se explica que residiera en una casa modesta a la que le faltaban las comodidades mínimas? No he encontrado respuestas a estos interrogantes que en su momento también llamaron la atención de quienes estaban encargados de secuestrarlo.

Recordemos que Eichmann había nacido en Linz el 19 de marzo de 1906. Por esas casualidades con que el destino se empeña en hacer al mundo más interesante, a pocos metros de su casa vivía el hombre que sería al mismo tiempo su víctima y su verdugo. Me refiero a Simón Wiesenthal, el que descubrirá su residencia en la Argentina e iniciará los trámites para que el gobierno de Israel procediera en consecuencia.

La familia Eichmann pertenecía a la clase media, pero las desavenencias matrimoniales de sus padres habrían afectado, según se dice, su estabilidad emocional. En esas condiciones -otra de las grandes paradojas de una biografía signada por el misterio y la tragedia- es que el niño y el adolescente Eichmann habrá de frecuentar la casa de Salomón Khan, una familia judía que constituía en esos años algo así como su segundo hogar. El niño desayunaba, almorzaba, cenaba y, más de una vez se quedaba a dormir, en la casa de sus amables anfitriones. ¿Alguna bruja nunca se ocupó en decirle a ese matrimonio judío que el inocente y candoroso niño que tomaba la lecha en su casa sería luego el asesino de millones de judíos?.

En ese hogar fue donde Eichmann aprendió a hablar en hebreo, motivo por el cual cuando años después se convirtiera en flamante afiliado al partido nazi, sus superiores lo destinarán a Palestina para estudiar la posibilidad de un territorio donde desterrar a los judíos de Europa. También será Eichmann el que propondrá a la isla de Madagascar como destino de los judíos. Por último, cuando los campos de concentración se implanten, a él se le encargará negociar con las autoridades judías de los ghetos.

A diferencia de otros jefes nazis, él conocía a los judíos, los había frecuentado y es probable que algo de sangre judía corriera por sus venas. El conocimiento de esa realidad fue lo que tal vez lo impulsó a promover la expulsión de los judíos, no su aniquilamiento. Ninguna de esas alternativas se cumpliría, porque luego de la ocupación de Polonia y la invasión a la URSS, los nazis irán arribando a la conclusión de que la solución final al problema judío debía ser el Holocausto.

En esa solución final, Eichmann será uno de los principales operadores. En Austria, luego en Praga y Polonia y finalmente en Budapest, su labor consistirá en organizar el traslado de los judíos a los campos que ya no serán de concentración sino de exterminio.

Una leyenda cuenta que en su casa de la calle Garibaldi, Eichmann se paraba frente a una de las ventanas de la casa con su nietito en brazos y cuando pasaban los trenes que iban desde Constitución al Tigre se dedicaba a jugar con el chico contando los vagones que pasaban. ¿Qué pensaba mientras jugaba con su nieto a contar los vagones que marchaban bajo el cielo de Buenos Aires hacia un destino previsible? Veinte años antes, esa tarea de contar vagones no la hacía con su nieto sino con otros jerarcas nazis y, en ese caso, no se trataba de un juego.

Desde 1932, en que se afilió al partido nazi, hasta 1945, podría decirse que el hombre estuvo en todas. Debe haber tenido talento para encumbrarse en tan poco tiempo en un partido donde los espacios de poder no se ganaban con delicadezas. En 1942, junto con Reinhard Hiedrich, organizó la conferencia de Wannsee donde se formalizó la solución final. A partir de allí, la tarea será exterminar a todos los judíos de Europa. Y a exterminarlos en masa.

La tarea de recolectarlos, trasladarlos en trenes y aniquilarlos estará a su cargo. En 1944, sus méritos profesionales lo habilitarán para encargarse de los judíos de Hungría, hasta la fecha protegidos por el dictador Horhy. En pocos meses Eichmann trasladará a más de cien mil judíos desde Budapest a Auschwitz. Trabajó duro, porque a fines de 1944 ya se sabía que los nazis perderían la guerra, pero él, por primera vez, desobedecerá órdenes superiores y se quedará en Hungría cazando judíos.

Años después, frente a los tribunales de Jerusalén, invocará en su defensa la obediencia debida. El historiador David Cesarini recordará, luego, que en sus buenos tiempos, cuando lucía orgulloso el uniforme nazi y su mirada era altiva, insolente e impiadosa, no había vacilado en repetirle a sus soldados y colaboradores que “saber que tengo sobre mi conciencia cinco millones de judíos muertos, me da una gran satisfacción”.

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