Preludio de tango

Alberto Castillo, el cantor de los cien barrios porteños

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Manuel Adet

Por esas ironías de la vida una de sus últimas intervenciones fue con “Los Auténticos Decadentes”, una banda juvenil que acompañó en el escenario a alguien que podía enseñarles cómo era posible encarnar la decadencia con estilo y estética. De todos modos, casi para fin de siglo, Alberto Castillo era más un prócer o una reliquia del pasado que un cantor controvertido.

En efecto, los viejos tangueros, que en sus tiempos de esplendor no vacilaron en calificarlo de “payaso”, ahora estaban dispuestos a consentirle su anacronismo del presente, tal vez porque en homenaje a la verdad, había que admitir que más allá de sus excesos y de su deliberado culto al mal gusto, fue un excelente cantor, tal vez uno de los más afinados y carismáticos del tango.

Yo lo conocí en Radio Splendid hace una ponchada de años. Me lo presentaron como el personaje que era. Vi un tipo expansivo, vital, algo demagogo. Estaba acompañado por un conjunto de baile uruguayo. El espectáculo que brindaba entonces tenía que ver más con la música candombera que con el tango, aunque de vez en cuando se permitía interpretar algún tema clásico. Recuerdo que un amigo mayor me dijo que “se parodia a sí mismo” para después agregar; “tendrías que haberlo oído cantar con Tanturi, daba gusto”.

En efecto, Alberto Castillo estuvo en la orquesta de Ricardo Tanturi casi cuatro años, entre 1939 y 1943, para ser más preciso. En ese tiempo, debe haber grabado alrededor de cuarenta temas y, efectivamente, allí están algunas de sus mejores interpretaciones: “Muñeca brava”, “Moneda de cobre”, “Noches del Colón”, “Decile que vuelva”, “Esta noche me emborracho”, “Recuerdo malevo”, “Madame Ivonne”, “Mi piba linda”, “Cómo se pianta la vida”, y uno de los temas que con los años se transformará en un clásico de su repertorio: “Así se baila el tango”, grabado en diciembre de 1942 y que, a pedido de sus seguidores, lo interpretará infinidad de veces.

El maestro Tanturi trataba de ponerle límites a su tendencia a desbordarse en el escenario, pero ya para entonces él perfilaba ese estilo extrovertido, una particular manera de desplazarse en el escenario y ese vestuario que luego sería una marca registrada: el traje cruzado, el pañuelo en el bolsillo derecho, el nudo flojo de la corbata, a lo que habría que agregarle sus ademanes y un modo muy especial de cantar proyectado las vocales.

Se dice que Castillo contribuyó más que nadie a realzar la importancia del cantor de orquesta, reducido hasta entonces a la condición de estribillista. Él, Alberto Marino, Héctor Mauré, Carlos Dante, Francisco Fiorentino y Floreal Ruiz, entre otros, fueron los pioneros, pero en el caso de Castillo hay que sumar un dato singular: su canto estaba dirigido a los bailarines, le ponía ritmo a los pies y lo que otros lo hacían con el piano o los bandoneones, él lo hacía con su instrumento, es decir, la garganta.

Al respecto podría decirse que Castillo fue al tango cantado lo que D’Arienzo fue a la música: una larga y persistente concesión al mal gusto, realizada por hombres que sabían muy bien lo que estaban haciendo, porque cuando se lo proponían en lo suyo podían llegar a ser los mejores.

Alberto Castillo rompió con el molde del cantor de tango vestido como un gran señor, de riguroso traje oscuro y corbata, sobrio y mesurado en el escenario. Su estética es un culto a lo que hoy llamaríamos “el kitsch”, que puesta en escena se irá haciendo más grotesca con el paso de los años. Los bailes de carnaval animados por él, convocaban multitudes. Lo aplaudían, lo silbaban y, más de una vez, el espectáculo concluyó con alguna trifulca en la cual Castillo también se destacó.

Más de un crítico dirá que es la representación del tango peronista, es decir, el tango festivo, alegre, en sintonía con la fiesta peronista de aquellos años. En el clima de esos años, no faltará también el crítico que dijera que no dejaba de ser sugestivo que el mejor momento de Castillo fuera hasta 1943, porque cuando se pasó con armas y bagajes al peronismo, quien nunca había desafinado empezó a hacerlo.

El pasaje del tango solitario al tango festivo, se expresa en el propio Castillo a través de dos interpretaciones emblemáticas, que representan a la vez dos posturas ante el tango: “Ninguna”, el poema de Homero Manzi, grabado en enero de 1948 -y uno de sus mejores logros- y, cinco años después, “Por cuatro días locos”, un tema que solamente él podía cantarlo poniendo en juego su identidad como cantor de tango.

Ya para esos años, hay temas que son propios de su estilo. Las milongas “negras” e históricas, como “Charol”, “Negra María”, “Vestida punzó”, “Unitaria”, “Baile de los morenos”, “Candombeando”, “Siga el baile”, “Cachumbé”, “Rosa morena”, “Tamboriles” o “Macumba”.

Otro de sus perfiles lo acerca a Antonio Tormo o a Nicola Paone, en temas como “El huérfano” o “Pobre mi madre querida”. Para un tiempo en que el tango ingresa en un período de decadencia, Castillo se ha destacado por sus temas “combativos” contra la llamada “nueva ola”. Allí aparecen letras deplorables y resentidas como “Yo soy de la vieja ola”, o “Petitero”. Por último, habría que mencionar los temas auotorreferenciales y picarescos como “Aquí hace falta un tango”, “Se pasó tu cuarto de hora”, “Corbatita voladora”, “Y sonó el despertador” por mencionar algunos de los más conocidos.

Ninguna de estas intervenciones logra borrar su aporte genuino al tango en interpretaciones excelentes como “Mano blanca”, “Tu pálida voz”, “Anclao en París”, “El Pescante”, “A media luz”. Insisto: cuando Castillo se lo proponía podía era un excelente cantor. Además, contribuyó a consolidar su popularidad, su participación en películas muy taquilleras como “Adiós pampa mía”, “Por cuatro días locos”, “El tango vuelve a París”, “Un tropezón cualquiera da la vida”, “La barra de la esquina”.

Alberto Salvador de Luca, conocido después como Alberto Castillo, nació en el barrio de Mataderos el 7 de diciembre de 1914. Sus padres eran de ascendencia italiana, gente trabajadora que, gracias a sus esfuerzos, lograron una situación económica holgada y cumplir con el sueño de todo inmigrante: mandar a sus hijos a la universidad. En efecto, el joven Alberto, se recibió de médico en la Universidad de la Plata y su especialidad fue la ginecología, pero cuando la fama como cantor fue desbordante abandonó la profesión y se dedicó de lleno a lo suyo, es decir al canto, vocación que, según cuenta la leyenda, inició cuando aún no había cumplido los diez años en un parrillada del barrio. En algún momento, se casó con Ofelia Onetto, hija de un conocido empresario de su tiempo, la mujer de toda su vida con la que tuvo tres hijos, todos profesionales universitarios. O sea, que el cantor de los cien barrios porteños en su vida privada nunca dejó de pertenecer por ingresos económicos y elección de vida a la clase media alta.

Antes de asociarse con Tanturi, estuvo con el conjunto de guitarras de Armando Neira y luego con las orquestas de Augusto Pedro Berto y Mariano Rodas. En esos tiempos, era conocido como Alberto Dual.

Después vinieron los años de oro con Tanturi, y luego de su debut como solista en el Palermo Palace, ocasión en que un público desbordado cortó el tránsito para escucharlo. Así, se inició su definitivo camino ascendente a la fama, acompañado por excelentes músicos como Emilio Balcarce, Eduardo Rovira, Enrique Alessio o Jorge Dragone.

Alberto Castillo se dio el lujo de lucir su talento por los escenarios de Argentina, América Latina y Estados Unidos. Siempre convocó multitudes y siempre será para los tangueros un personaje controvertido. Sin embargo, más allá de las pasiones y del concepto que merezcan algunas de sus interpretaciones, lo cierto es que no se puede desconocer su aporte al tango, su calidad interpretativa, el singular timbre de su voz y su afinación perfecta. Tenía más de ochenta años y continuaba trajinando en los más diversos escenarios, a los que sumaba sus presentaciones en canales de televisión y la radio. Su última actuación pública fue en diciembre de 2001, en el salón Torcuato Tasso. Ese mismo mes había cantado en Montevideo y poco tiempo antes, con casi ochenta y cinco años, había realizado una gira por Estados Unidos. Parecía eterno, pero la señora muerte le recordó su condición mortal el 23 de julio de 2002.