EDITORIAL

Un país violento

La Argentina de estos días es un hervidero. La bronca recorre las calles y encrespa las conversaciones dentro de las propias familias. El espíritu de enfrentamiento se apodera de todos. Los opositores se convierten en enemigos. La conflictividad atraviesa todos los ámbitos. La convivencia se degrada. El delito se dispara, la inseguridad crece. Y la presidente de la Nación azuza las pasiones por cadena nacional. Está convencida de que el ciclo de gobierno integrado por Néstor Kirchner y Ella es el mejor de los 200 años de vida independiente, y no entiende ni acepta las críticas, a las que juzga malintencionadas y destituyentes. Su convicción, avalada por el núcleo próximo de funcionarios que aplauden y sonríen en señal de constante aprobación, así como los números a medida de su discurso que le proveen las oficinas del gabinete económico, refuerzan su percepción narcisista de que el país está muy bien en un mundo que está muy mal.

Siempre se ha hablado de los microclimas presidenciales que alteran la percepción de la realidad. Es famoso el caso de Hipólito Yrigoyen, al que según la leyenda llegaron a hacerle un diario especial y autosatisfactorio mientras el clima político real se poblaba de nubes de tormenta. Nada nuevo bajo el sol.

En los días que corren, esa tarea la cumple la claque complaciente y el enorme conglomerado de medios adictos -por convicción o necesidad- que cada día baten el parche de la palabra oficial y exaltan la figura presidencial y sus políticas públicas.

Enfrente, ejerciendo la tarea que corresponde al periodismo que merece llamarse tal, un reducido número de medios del país -con diversidad de enfoques y matices- muestran a diario la otra cara de la luna a través de informaciones y opiniones críticas. Cumplen así la función de control republicano y contrapeso institucional del poder que le asignan la Constitución y los principios rectores del moderno Estado de derecho. Y, de paso, aportan notas de realismo que el discurso oficial deja de lado.

Pero esta posición tiene consecuencias en una democracia enrarecida, partida entre ciudadanos y militantes, réprobos y elegidos, obsecuentes y críticos, aprovechados y castigados, bendecidos y perseguidos. En verdad, desde el aplastante triunfo electoral de 2011, el gobierno de Cristina Kirchner ha profundizado la teoría y práctica de los contrarios irreconciliables, que simplifica la compleja y variopinta realidad de las sociedades modernas y la reduce y vacía en el molde antiguo de la fórmula amigo-enemigo. No hay espacio para la libertad de conciencia y pensamiento. Desde el poder, la demanda de libertad se ve como un vicio ideológico de librepensadores pequeño burgueses encapsulados en visiones diminutas que les impiden advertir la dimensión del proyecto transformador envuelto en la bandera de la Patria. Se trata de una sociedad de militantes y, por ende, militarizada, detrás de la fachada cívica. Por eso se vuelve cada día más violenta.