De domingo a domingo

También los estudiantes de Harvard fueron tratados como “enemigos”

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La presidenta de la Argentina estuvo en la Universidad de Harvard, donde se respira libertad de pensamiento y creatividad, y domina la discusión y el respeto. El paradigma del campus es lo académico en primer lugar y no hay espacio para las conspiraciones. Para un militante del campo popular, Harvard es repugnantemente neoliberal. Foto: EFE

Hugo E. Grimaldi

(DyN)

Harvard University acaba de cumplir 376 años de vida y es la número uno del mundo, la más prestigiosa, la más reconocida. Por allí, pasaron ocho presidentes estadounidenses y de sus aulas surgieron 43 premios Nobel y 47 Pulitzer. Sus actuales 21.000 alumnos colapsan las aulas porque saben que no sólo la tradición los cobija, sino porque la enseñanza y sobre todo sus métodos de estudio son de excelencia.

Es muy duro llegar hasta allí, ya que el acceso se basa en el mérito. La admisión de un estudiante comienza con una solicitud escrita aprobada por un comité, una serie de exámenes y dos cartas de recomendación de docentes que lo hayan tenido como alumno en ciclos anteriores.

El costo de estudiar y vivir en Harvard es de unos 52 mil dólares al año promedio, aunque 70% de los estudiantes tienen becas parciales que les cubren hasta tres cuartos de la matrícula. Del total de alumnos, 4200 son extranjeros de 130 países y hay anotados en sus nueve facultades únicamente 36 argentinos. Sólo 5 de ellos estudian temas asociados con la política en la Kennedy School of Government, el foro que eligió la Presidenta para exponer el jueves pasado, creyendo simplonamente que los estudiantes iban únicamente a teorizar con ella.

En toda la universidad se respira libertad de pensamiento y creatividad y domina la discusión y el respeto. El paradigma del campus es lo académico en primer lugar y no hay espacio para las conspiraciones. Sin gratuidad ni ingreso irrestricto y además con mentes abiertas, para un militante del campo popular, Harvard es repugnantemente neoliberal.

Allí, a ese mundo totalmente diferente para su concepción de la política hoy copada por las lógicas autoritarias que se dedican a mantener vivo el conflicto permanente, fue Cristina Fernández con la lanza en ristre no a compartir, sino decidida a pelear con los 36 (y algunos hermanos latinoamericanos más), después de haber derrapado en las aulas de la conservadora Georgetown.

Descalificando para deslegitimar

Probablemente, estas visitas a dos universidades tan alejadas de su pensamiento se las haya programado algún cortesano que, a la luz de los resultados, bien podría ser calificado como un “enemigo” y además, “destituyente”.

Los intercambios con los alumnos resultaron definitorios no sólo para calibrar los tics presidenciales, siempre propensos a la negación, sino también para contarle a la Presidenta las costillas de los prejuicios.

En este sentido, en Harvard quedaron mucho más evidentes aún que en Georgetown, ya que su fastidio la llevó a alargar innecesariamente la ronda de preguntas hasta la número de diez y a mostrarse belicosa con el entorno, sin saber siquiera de qué condición social eran los estudiantes que, a su juicio, la estaban acosando por cuenta y orden de algunos periodistas que les habían dado letra.

Por lo repetitiva, la secuencia fue casi un calco: pregunta difícil, descalificación directa o indirecta del estudiante para deslegitimarlo y respuesta negadora o de criterio inmodificable basado en un criterio discutible de verdad. Ya lo había hecho en Georgetown cuando le preguntaron por los precios. “Si realmente la inflación fuese de 25% el país estallaría por los aires”, dijo lo más campante el miércoles por la tarde.

Y también cuando la interrogaron sobre su relación con todos los periodistas, su pesadilla número uno: “En la Argentina, no hablar con la prensa en no decir lo que ellos quieren escuchar. Gritan y hasta patean las puertas”, sentenció. O cuando pontificó sobre el FMI: “No tengo ninguna animosidad. Cuando estoy en función de Estado tengo análisis crítico y objetivo”.

La pasión del conflicto permanente

Pero en la cita en Boston, Cristina fue más allá. En su embestida de boxeadorgolpeado, frontal y con los ojos cerrados, la Presidenta atacó crudamente a los alumnos y de la bronca pasó a la prepotencia. Aún a través de la televisión se notaba que el clima se iba tensando cada vez más, porque a cada pregunta ella hacía referencias a Harvard y a lo que debe suponer que es el alto nivel económico de todos los alumnos.

Seguramente, Cristina nunca se puso a pensar en que quizá las familias de algunos jóvenes pasan penurias en la Argentina para darles la oportunidad de superarse a hijos y nietos o si tuvieron que vender alguna propiedad o el auto o si los alumnos tenían becas o si hacían alguna tarea por poca paga en el mínimo tiempo libre que les deja la Universidad.

La sensación que dejó el evidente estado de nervios de la Presidenta fue que los supuso a todos inmensamente ricos y alejados de su proyecto político y, por lo tanto, pasibles de que se les aplique un correctivo desde el atril.

Nunca Cristina pudo procesar, ella que dice que tanto le gusta la juventud, que quienes le preguntaban, antes que otra cosa, eran jóvenes y, por lo tanto, desenfadados. No son funcionarios, quienes ya se sabe le tienen “un poquito de miedo” o empresarios que le tienden alfombras a su paso, sino estudiantes moldeados en una Universidad de cabeza abierta, acostumbrados a resolver problemas mucho más engorrosos que hablar con una Presidenta encerrada en sus trece.

Todos dijeron sus cosas con mucho respeto y algunos hasta con sincera admiración por estar hablando con quien hablaban, algo que no está reservado para todos. Sin embargo, el estar permanente a la defensiva, provocó que la Presidenta los reconviniera por esa misma sinceridad, ya que ella, además, parecía convencida de que eran espías encubiertos que estaban trabajando para un abominable agente del mal: la prensa. “Sé que hubo muchos mails y periodistas que estuvieron haciendo las preguntas”, pero ustedes “son chicos inteligentes, tienen nivel académico. Yo creo que no pueden repetir monocordemente lo que escriben dos o tres periodistas”, atacó.

Al respecto, le dijo con sorna a un estudiante venezolano, en medio de murmullos de desaprobación: “Te vi leer la pregunta, seguramente no tenés buena memoria para recordar lo que me querés decir”. En la misma línea de denigrar a cada interlocutor, sobre el final le salió el tiro por la culata cuando, después de un largo circunloquio sobre el periodismo, le pidió a un estudiante de San Juan que le repitiera su pregunta y el alumno se la dijo de corrido y sin lectura, lo que provocó un aplauso cerrado del auditorio.

De Harvard a La Matanza

De paso, quiso pasar un aviso y le salió tan tímido que casi no se escuchó en la sala: ‘¡Qué bien. Cuánta gente del interior del país estudiando en Harvard. Anda bien el país!‘, ironizó. En un momento dado, y ante el comienzo de una pregunta en la que un alumno pampeano le dijo que “le quería agradecer por estar acá, por esta oportunidad única de hacerle preguntas“, la dejó pasar. Pero, luego, otro chico argentino agregó: “Me siento muy privilegiado de poder ser uno de los pocos argentinos que pueden hacerle preguntas“ y entonces Cristina explotó y dejó ver lo peor de su autoritarismo.

Y en la rosca que armó en su dialéctica, no sólo vapuleó a Harvard por lo que cree que es, sino que usó a La Matanza como desgraciada referencia de comparación. “Primero te voy a contestar, porque no se lo contesté a tu anterior compañerito, sobre el tema de que ‘soy uno de los pocos privilegiados’. Chicos, estamos en Harvard, por favor, esas cosas son para La Matanza, no para Harvard. Esta frasecita, ‘soy uno de los pocos argentinos privilegiados’. Mirá, será porque están acá en Harvard y no se enteran, (pero) yo hablo con millones de argentinos en los veinte mil actos a los que voy”, dijo textualmente CFK con tonos de maestra.

Con la mente tan prejuiciosamente programada no tuvo Cristina reflejos para escuchar ni para moderarse en la cuestión de las chicanas. Es que nunca pudo entender cómo no le servían sus remanidos argumentos ante esos jóvenes que tenían las incómodas preguntas escritas para leerlas de corrido, únicamente porque desde la Universidad se les había pedido que sean concretos.

Ella los apostrofaba, mientras bajaban los silbidos o se escuchaban aplausos de aprobación hacia los estudiantes. Fue notable ver como la Presidenta, enceguecida y con ánimo de revancha, iba por más lana y salía cada vez más trasquilada. “El cepo cambiario es un título mediático...no hay ningún cepo cambiario”, sostuvo sin sonrojarse.

La Presidenta parecía convencida de que los estudiantes eran espías encubiertos que estaban trabajando para un abominable agente del mal: la prensa.

Los intercambios con los alumnos resultaron definitorios no sólo para calibrar los tics presidenciales, siempre propensos a la negación, sino también para contarle a la Presidenta las costillas de los prejuicios.