DEPORTE, CATARSIS Y PENSAMIENTO

De la transpiración como operación intelectual

Estanislao Giménez Corte

[email protected]

http://blogs.ellitoral.com/ociotrabajado/

I

Voy a ser deliberadamente provocativo. Voy a cometer la fealdad de la autorreferencia. Voy a decir que correr es una de las experiencias intelectuales más interesantes que se puedan tener. Voy a tratar, en fin, de que esa deliberada provocación encuentre en esta nota, sino argumentos, algunas opiniones devenidas de una irregular pero apasionada práctica.

En algún lado leí alguna vez que la dinámica, que el procedimiento de ‘meter‘ y ‘sacar‘ cosas del cuerpo -su funcionamiento en relación con el entorno, digamos- responde esencialmente a características nunca abandonadas de nuestra propia animalidad y, aunque a estas alturas nos consideremos a nosotros mismos como educadas figuras urbanas o como dóciles criaturas sujetas a norma, cada tanto “descendemos” a la aparición de lo primario, que se halla en algún lado, latente.

Alguien decía que esa operación, desde las necesidades fisiológicas al acto sexual, de las delicias gastronómicas a las convulsiones y a la tos, representa un proceso determinado por la disyunción placer/displacer. Todo -comer, vomitar, ir al baño, vestirse, desvestirse, beber, respirar- puede entrar en la clasificación. En caso de que los procesos se vieran afectados por alguna dolencia, naturalmente, esa relación apriori placentera estaría mermada o atormentada por la misma vinculación. Por el trauma, por ejemplo, del ingreso de medicamentos al organismo. Cualquier freudiano podría exponer largamente al respecto.

No recuerdo que alguien dijese con suficiente énfasis (o no caí en su momento con el libro justo) que la práctica deportiva podría ser inscripta en esta reflexión. No creo que se haya señalado que parte de la maravilla del ejercicio es el tratamiento de una suerte de agente de existencia innominada (llamémoslo stress, pesadez, encierro, pereza, desgano, depresión) y que la práctica física nos brinda cierta posibilidad de salir de allí rompiendo la inercia.

Por ello, sostenemos, el beneficio esencial de la práctica deportiva no está tanto en la eliminación de toxinas, ni en la quemazón de grasas, ni en la reducción del colesterol, ni en la pérdida o reposición de agua, sino en una otra cosa que podemos describir como el retorno circunstancial o momentáneo del propio contacto del cuerpo con sus posibilidades, relegadas éstas a menudo por la comodidad y la tecnología. Hay un proceso físico-químico que ha sido largamente explicado: el deporte como liberación de endorfinas (ya estarán los médicos atosigándose de papers a propósito). Pero, debido a nuestra ignorancia supina en la materia, insistiremos en nuestra caprichosa proposición.

Proponemos, entonces, pensar que el ejercicio redunda en un cierto estado de ánimo (en un deslizamiento o giro de lo latente hacia lo pletórico), originado en una suerte de ecuación por la que ‘a mayor esfuerzo mayor energía posterior’. Como si el cuerpo, por un lado, se aliviara del propio peso de su constitución urbana y cultural -un sujeto sentado, sedentario, anestesiado- para regresar, por algunos momentos, a su fisonomía animal -un cuerpo a la carrera, un cuerpo exigido y desafiado-. Hay un placer harto difícil de explicar allí.

A propósito del fenómeno del running ha aparecido, además, toda una industria. Dos de sus sellos distintivos son la organización permanente de carreras y promociones, y las campañas de difusión social, insoportables manifiestos respecto de la ‘vida sana’ cada vez más radicalizados, como si arremeter un plato de papas fritas fuese ahora motivo de señalamiento social. También se ha constituido una industria editorial, como no podía ser de otra manera: hay un libro de Murakami -‘De qué hablo cuando hablo de correr’- que quizás lea alguna vez, si consigo sortear con fortuna las más de 1000 páginas de ‘Crónica del pájaro que da cuerda al mundo’.

II

Pero estas menciones tampoco llegan a explicar la idea inicial de esta nota. La eliminación de agua del cuerpo no sólo tiene grandes efectos positivos sobre el mismo, sino que genera una suerte de mejora ‘existencial’ (no visible pero experimentable), ya que, sostenemos, el propio movimiento del cuerpo permite un mejor acomodamiento de los elementos y factores reales y físicos. Pero, y aquí viene nuestra pequeña especulación, cuya resultante no se explica por la acumulación de datos de índole médica. Todos esos datos (cuantificados, objetivados, cruzados, constatados) quizás no lleguen a explicar cabalmente la sensación de bienestar que redunda del hecho de correr. Nuestra opinión, debidamente anticientífica, ametodológica en toda su expansión, es que correr a un ritmo acompasado, durante determinado plazo de tiempo, en determinadas condiciones -es esencial que el sujeto reciba luz solar y que su cuerpo despida sudor- produce un acomodamiento y/o desplazamiento beneficioso de elementos que se acumulan dentro del organismo a lo largo de las jornadas, acumulación que puede derivarse en dos ámbitos -tangibles e intangibles.

Por las tangibles entendemos aquellas ostensiblemente existentes -grasas, toxinas, alcohol, etc-; por las intangibles, las de otra naturaleza, “psicológica” -preocupaciones, nervios, ansiedad, etc-, no visibles pero que contribuyen a la acumulación de un ‘peso’ al interior del sujeto, menos dado por la existencia material de estos elementos que por la imposibilidad de canalizarlos. Así, podemos decir, y perdón por el tono paródico, que “al lado” de las consecuencias del consumo de un vacío de cerdo del mediodía se acomoda la terrible mirada del padre sobre la cuestionable vida del hijo; que detrás de la presentación laboral de mañana están las deudas que hay que pagar y los restos del tabaco consumido; que junto con el insomnio de anoche está el cansancio del año. Alguien dirá: eso es la oxigenación, eso es la relajación, eso es la respiración.

Unas y otras cargas, las materiales y las inmateriales, acumuladas en el individuo, al correr, se deslizan. Y, de alguna forma, discurren. Se alojan; o salen por los poros y abandonan el organismo; o se queman, o se hacen leves como un vientito, o simplemente se evaporan. Como sea, esa acumulación tóxica deviene resto líquido.

III

De los baños turcos o romanos al primer maratón (la famosa leyenda griega) podemos pensar que la necesidad de agotarse en tareas recreativas o en urgentes asuntos de Estado ha estado definida, un poco por lo menos, por la tarea de transpirar. Allí está, pesada, la Escritura: “Ganarás el pan con el sudor...”.

Correr para no estallar, para distraerse, para relajarse, para olvidar, sí. Pero yo digo que uno corre para pensar: que el propio movimiento amerita la aparición, sino de epifanías, de novedosas formas de reflexión antes no atravesadas; de ideas, de posibilidades, de perspectivas. Que lo que se ve estando quieto como grave instancia puede ser, desde el movimiento, lábil episodio menor.

Al correr, el sujeto activa su cuerpo y moviliza lo mismo sus procesos cognitivos. Pareciese que, como consecuencia, los pensamientos se abrieran, se movieran, siempre, hacia un lugar de síntesis, a una respuesta, a una solución.

Voy a asumir la desesperación de médicos, psicólogos y especialistas deportólogos ante estas hipótesis revoleadas imprudentemente. Voy a defender el título de esta nota citando un famoso texto -de De Quincey, ‘Del asesinato como una de las bellas artes’-. Se me dirá que éste es paródico o irónico, o inclusive humorístico. Ya el austríaco señaló la carga de seriedad que todo humor necesita para poder funcionar como tal. Voy a correr.

De la transpiración como operación intelectual