La vuelta al mundo

¿Por qué renunció el Papa?

¿Por qué renunció el Papa?

El 14 de febrero pasado el Papa Benedicto XVI en el Salón Nervi de la Ciudad del Vaticano, se reunió por última vez con los sacerdotes de la diócesis de Roma antes de renunciar al papado. La vida cotidiana en el Vaticano no se despliega en un territorio bucólico de paz, felicidad y buenas intenciones. Las luchas internas son célebres y durísimas. Foto: EFE

Rogelio Alaniz

Un periodista destacado en el Vaticano recordaba que en abril del 2005, es decir, cuando el colegio cardenalicio lo eligió a Ratzinger, éste se lamentó que Dios le haya ordenado esa responsabilidad. “Por favor no me hagas esto”, dijo mirando al cielo. Algunos en su momento lo tomaron como un chiste, otros como una declaración de circunstancias o un gesto de humildad, pero ocho años después esas palabras adquieren otra dimensión o permiten encontrar otras pistas a la renuncia de Benedicto XVI.

También para esa época dijo que había sido elegido por los señores cardenales. A un teólogo refinado como Ratzinger no se le pudo escapar el alcance de su frase. Él mejor que nadie sabe que en lo fundamental los hombres de la Iglesia defienden la perspectiva divina de la elección y no aceptan que ese acto se reduzca a una simple elección como la que se practica en instituciones civiles o políticas.

Ratzinger ha sido un crítico inteligente de algunos perfiles de la modernidad y de las tendencias a la secularización, por lo que no se le pude acusar de reducir el acto de elección del Papa a una deliberación “política” entre electores. Sin embargo, lo dicho, dicho está, y en un hombre como él esas palabras nunca son inocentes o neutrales, algo quieren decir, algo sugieren, algo están anticipando.

¿Pero por qué renunció? Dijo que porque no tenía fuerzas. Es muy probable. Además, los que frecuentamos sus libros observamos que es un giro que lo emplea de manera reiterada. Sin ir más lejos, en su libro escrito cuando aún no era Papa, “¿Existe Dios?”, la usa en algunos momentos de la conferencia dos. Pero ese “giro verbal” puede en ciertas circunstancias expresar algo más complejo de lo que parece a primera vista. La pregunta a hacerse en este caso es la siguiente ¿No tenía fuerzas físicas con relación a qué? El deterioro de su salud es insignificante comparado con el Wojtyla en sus últimos años. Su capacidad intelectual está intacta. ¿Entonces? Una interpretación es que no quiso mirase en el espejo de su predecesor. Tal vez, pero en un hombre de esa talla siempre hay otra vuelta de tuerca y sus gestos y sus actos -de los más mínimos a los más trascendentes- merecen ser evaluados con seriedad.

Digamos en principio que se tienen o no se tienen fuerzas en relación con algo. En este caso es en relación con los poderes visibles e invisibles que debió enfrentar. Al respecto no es ninguna irreverencia decir que la vida cotidiana en el Vaticano no se despliega en un territorio bucólico de paz, felicidad y buenas intenciones. Las luchas internas son célebres y durísimas, con el agravante de que nunca están formuladas como tales, lo cual las hace sutiles pero también sórdidas.

Así se justifica que un obispo haya dicho que Benedicto XVI no tuvo fuerzas para echar a los mercaderes del templo. ¿Es una exageración? Lo es, pero con una interesante cuota de verdad. Si efectivamente Ratzinger no tuvo fuerzas para librar una lucha difícil, la interpretación que se abre es muy diferente a la que considera que todo se limita a una decisión personal, en la que la influencia del entorno fue mínima, por no decir irrelevante. Al respecto, hay que admitir que no fue un Papa de transición, si transición alude a una gestión irrelevante, un espacio vacío entre una gestión importante y otra por venir; o a una simple cuestión cronológica.

También de Juan XXIII se dijo que fue un Papa de transición, y sin embargo produjo una de las reformas históricas más importantes de la Iglesia. Benedicto XVI no fue Juan XXIII, pero hizo lo suyo. No habría renunciado si se hubiera limitado a dejar hacer y dejar pasar. Lo dijo el cardenal Federico Lombardi, portavoz del Vaticano y una opinión autorizada al respecto: “Reclamó más transparencia, pero las resistencias fueron fuertes”. ¿Quiénes resistieron? No lo sabemos, pero lo sospechamos. El director del Osservatore Romano, Giovanni Marie Vian fue más directo. “Fue un manso pastor que no retrocedió ante los lobos”. Insisto en la pregunta, ¿quiénes son los lobos?, ¿por qué lo obligaron a retroceder? El cardenal Walter Jasper, una de las voces más lúcidas de la Iglesia comparte las mismas sospechas.

Hay que decirlo de una buena vez: se enfrentó con firmeza contra los curas abusadores y pederastas. No redujo la condena a las palabras, produjo hechos que sorprendieron a muchos y le ganaron el odio de algunos, pocos, pero muy poderosos. Benedicto XVI puso fin a la carrera eclesial del titular de la Legión de Cristo, Marcial Maciel. “Esto le costará caro”, dicen que dijo en voz baja pero audible el cardenal Sodano -conocido como don Ángelo- en los pasillos del Vaticano.

Tampoco le tembló el pulso a la hora de intentar poner orden en ese desquicio financiero y económico que es el Instituto Obras de Religión (IOR), conocido como el Banco del Vaticano, fundado por Pío XII en 1942 y que en las últimas tres décadas protagonizó escándalos financieros y políticos, entre los que merecen destacarse las maniobras del obispo Paúl Marcinkus, conocido como “el banquero de Dios”, el suicidio en Londres de Roberto Calvi, las relaciones no precisamente espirituales con la logia de Lucio Gelli y las conexiones con los jefes de la Cosa Nostra. Cualquier aclaración al respecto, ver el “Padrino III”.

Alguien dirá que los enfrentamientos de Benedicto XVI contra estos poderes no fueron tan duros. Para el estilo de la Iglesia y atendiendo la personalidad del Papa, si lo fueron. También lo fueron para sus enemigos, quienes seguramente fueron los que tramaron el escándalo que incluyó a su mayordomo Paolo Gabriele y al informático Claudio Sciarpelletti. “Esto le costará caro”, dijo don Ángelo.

Toda renuncia puede interpretarse como un fracaso, como algo que se frustró, que no logró su objetivo. En ese sentido la renuncia de Benedicto XVI también lo es. No lo dejaron hacer lo que se propuso, pero lo que hizo fue noble y honrado. Como dijera el teólogo José Manuel Vidal fue el “Papa barrendero” y también el “Papa honrado”. Su renuncia va más allá de la lógica fracaso o éxito. Es también un gesto, una señal, un símbolo hacia el futuro.

Si los obispos y cardenales deben renunciar a los setenta y cinco años, ¿por qué no pueden hacerlo los Papas que tienen muchas más responsabilidades? Conozco los argumentos teológicos que se oponen a ese gesto, pero conozco también los argumentos teológicos, y sobre todo los argumentos prácticos, que lo aprueban. A los ochenta años se puede ser muy lúcido, pero convengamos que por lo general los años han hecho su trabajo. Esto vale para todos, y un Papa es en primer lugar un hombre. No comparto las teorías que identifican juventud con virtud, pero convengamos que la vejez llega y con ella llega la declinación inevitable. Esto es lo que nos intenta decir Ratzinger con su renuncia. Sin embargo, sus críticos lo han acusado de irresponsable, de traidor y de no ser capaz de sufrir en la cruz. Los dos primeros argumentos carecen de nivel. Suponer que Ratzinger es un irresponsable o un traidor es un disparate que califica a quienes lanzaron esa acusación. ¿No soportó la cruz? La respuesta es la de un teólogo. “No quiere ser cruz, quiere ser resurrección”.

Desde el punto de vista secular, su renuncia fue un ejemplo para todos. En un mundo donde políticos, sindicalistas, empresarios, se aferran al poder con uñas y dientes, el hombre que tuvo todos los argumentos del cielo y de la tierra para quedarse en el sillón hasta su muerte, renuncia. Y lo hace sin aspavientos, sin victimizarse, con la misma sencillez y limpieza con que en circunstancias muy diferentes y cuando era muy joven renunció a su cátedra en la prestigiosa universidad de Tubinga para hacerse cargo de la cátedra en Ratisbona.

Como lo escribiera en algunos de sus textos, Ratzinger sostuvo que el verdadero timonel de la iglesia es Cristo. Los hombres, con sus debilidades y fortalezas, sus miedos y sus audacias, son importantes, pero la Verdad, está en Él. Desde el punto de vista secular se admite que los hombres son falibles. El Papa es un hombre, con una misión importante, pero no deja de ser un hombre, mientras que la Iglesia se sostiene, en primer lugar porque su inspiración es Divina. Precisamente, en uno de sus libros, Ratzinger se refiere a este tema recurriendo para ello a un sentido del humor atrevido y para algunos, irreverente. Sostiene allí que la prueba de fondo de que la Iglesia esta iluminada por el Espíritu Santo se manifiesta ante el hecho irrevocable de que ha sobrevivido durante dos mil años a pesar de los errores y desastres que hemos cometido quienes ejercemos la responsabilidad de dirigirla. Algo parecido le dijo Pío VII a Napoleón doscientos años antes, cuando éste lo amenazó con destruir a la Iglesia. “Perdone su Majestad -respondió el Papa- pero no lo conseguirá, porque eso ni siquiera nosotros hemos podido lograrlo”.