Crónica política

Los Menem y los Kirchner: ¿un destino nacional?

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Rogelio Alaniz

En un país normal las denuncias del periodista Jorge Lanata hubieran dado lugar a una querella por parte del gobierno o, en su defecto, a un pedido de juicio político al gobierno. Entre esos dos extremos podría haber variaciones de grado, pero en lo fundamental lo que se impondría sería una respuesta institucional seria. No es ‘moco de pavo‘ que un periodista pruebe que la corrupción en la Argentina está avalada desde las máximas alturas del poder: que Báez es Kirchner y que Kirchner es Cristina. Por mucho menos, en cualquier país normal del mundo, un ministro o un presidente deberían renunciar o un Parlamento que mereciera ese nombre pediría una interpelación o iniciaría los trámites para el juicio político.

Pues bien, en la Argentina el estilo es mirar para otro lado, hacerse el distraído, responsabilizar a ‘la Corpo‘ o al imperialismo por lo sucedido o arrojar los escándalos al pozo negro de la farándula. ¿Ccmo en la época de Menem? Como en la época de Menem. Aunque con una diferencia. El menemismo era cínico, robaba y se jactaba de robar; el kirchnerismo es hipócrita, su práctica de gestión no es diferente a la de Menem, pero la rodea de un aura nacional y popular, de un ‘relato‘ de gesta cada vez más degradado pero aún eficaz a la hora de legitimarse ante algunas franjas de la sociedad.

¿Otra diferencia? El menemismo salpicaba corrupción por los cuatro costados, el kirchnerismo es más orgánico, más prolijo si se quiere, los negocios están más centralizados y, por supuesto, los niveles de facturación son mucho más altos. Dicho con otras palabras, el menemismo era cínico, la virtud no existía o era motivo de burla, mientras que el kirchnerismo es hipócrita, se invocan virtudes para disimular una corrupción profunda, mucho más eficaz y contaminante que la del menemismo.

¿Alguna otra coincidencia? Varias. En primer lugar se trata de dos gestiones peronistas, esto quiere decir de dos gestiones que adhieren a una misma tradición política, participan de una idéntica visión del poder, en la que las diferencias existentes tienen más que ver con las oscilaciones de las coyunturas políticas que con las concepciones de fondo. Que alrededor del ochenta por ciento de los funcionarios menemistas sean hoy devotos o resignados kirchneristas, no es una casualidad o una confusión de roles, sino la prueba de una identidad profunda. Entre Anillaco y El Calafate hay una enorme distancia geográfica, pero la distancia política es más cercana de lo que se supone.

En el interior de esa identidad profunda es posible apreciar algunas diferencias que no hacen más que enriquecer esa identidad. El menemismo llega al gobierno cuando los muros del comunismo se están cayendo y ni lerdo ni perezoso se identifica con el neoliberalismo en clave conservadora. Que Menem haya creído o no en ese paradigma, es una pregunta cuya respuesta no tiene ninguna importancia, porque para la ‘Comadreja de Anillaco‘ su exclusivo desvelo era el poder y los beneficios materiales que de allí podían obtenerse. Su decisión política arrancó cálidas lágrimas de ternura en señores como Alvaro Alsogaray o Roberto Aleman, quienes por fin veían consumadas sus viejas obstinaciones intelectuales de la detestable mano del peronismo.

El kirchnerismo, por su parte, se apropió del discurso de los derechos humanos y se refugió en la identidad setentista. Y las mismas lágrimas que humedecieron las pupilas de los dinosaurios del neoliberalismo criollo, ahora brotaron de los ojos de Verbitsky, González o Feinmann. La creencia de los Kirchner en los valores de la causa nacional y popular, es tan sincera como la de Menem en las virtudes de la economía de mercado y el Estado mínimo. En los dos casos se perpetró una suerte de estafa ideológica compensada, eso sí, con beneficios materiales y espirituales para las supuestas víctimas del engaño. En los dos casos, sus líderes montaron una farsa que en el menemismo se llamó ‘relaciones carnales‘ y en el kirchnerismo ‘relato‘. En los dos caoss las maniobras fueron avaladas por una mayoría política que alegremente votó por ellos, y luego no tan alegremente se arrepintió. Convengamos que el operativo fue políticamente eficaz. En clave neoliberal y en clave nacional popular el peronismo se las ha ingeniado para gobernar al país en los últimos veinte años, período apenas interrumpido por el paréntesis de la Alianza, con su consabida incompetencia de la cual, bueno es recordarlo, son responsables los radicales de De la Rúa y los peronistas que acompañaron a la Alianza, quienes muy sueltos de cuerpo se pasaron luego con armas y bagajes a la trinchera nac&pop del kirchnerismo. ¿Nombres? Chacho Alvarez, Nilda Garré, Abal Medina, Juan Pablo Cafiero, por mencionar a los más conocidos.

El universo mítico del peronismo responde a dos tradiciones históricas, la del 45 y la de los setenta. Entre una y otra hay vasos comunicantes, pero también notables diferencias. Los Kirchner no suelen agitar los símbolos de la ortodoxia peronista, pero cada vez que tienen oportunidad la practican. La desconfianza hacia la prensa libre, la resistencia a admitir la división de poderes, la tendencia a concentrar el poder, la intolerancia política y la descarada manipulación ideológica, son rasgos tradicionales del peronismo que los Kirchner practican al pie de la letra.

Al mismo tiempo, los sectores conservadores de esta fuerza política, sus caudillos de tierra adentro, sus políticos oportunistas y maniobreros, hoy reivindican un peronismo y un Perón que según sus actuales discursos parecen inspirados en las ideas de Voltaire, Montesquieu y Locke. ¿Peronistas liberales? La relación es tan extravagante como decir ateos devotos de la virgen Desatanudos. Ni liberales, ni republicanos, sencillamente peronistas que han quedado marginados del centro del poder y se preparan para diseñar el nuevo rostro del peronismo poskirchnerista. Que hoy estos peronistas critiquen a los Kirchner con los argumentos del liberalismo político, es tan sincero como cuando Perón, por ejemplo, atacaba a Lanusse con los espectros de Mao Tse Tung y el Che Guevara.

Pertenece al capítulo de las rarezas históricas indagar cómo fue posible que los dos grandes liderazgos de la democracia conquistada en 1983 hayan sido protagonizados por caudillos de provincias marginales, de provincias cuyas poblaciones son inferiores a las de un barrio de Buenos Aires y cuya incidencia en la cultura, la economía y la política es anecdótica cuando no pintoresca y hasta grotesca.

Nos guste o no, de La Rioja y Santa Cruz salieron los Menem y los Kirchner. Con sus pequeñas astucias, sus increíbles audacias, su crudo desenfado, su voracidad por las riquezas y su pavorosa mediocridad. Para el país cuyos habitantes disponen, según se dice en el mundo, del ego más robusto, nuestras opciones políticas no dejan de ser llamativas o tal vez reveladoras.

Que una nación pueda equivocarse diez años con Menem, y acto seguido equivocarse diez años más con los Kirchner, significa que ya no estamos ante un error, una pequeña confusión del momento, sino ante un destino. A Leandro Alem se le atribuye haber dicho con su inevitable melancolía, “Nos merecemos a Roca”. No sé si tenía razón, pero atendiendo al curso de nuestras opciones políticas creo no exagerar si digo que nos merecemos a los Menem y a los Kirchner, porque nos parecemos a ellos más de lo que nos gustaría admitir.