Crónica política

Ya todo está dicho

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El secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno; el viceministro de Economía, Axel Kicillof; el ministro de Economía, Hernán Lorenzino; la titular de BCRA, Mercedes Marcó del Pont y el titular de la Afip, Ricardo Echegaray.

Foto: Télam

por Rogelio Alanz

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Cuando el comunismo estaba a punto de derrumbarse, en una de las plazas de Moscú un grupo de disidentes se paseaba exhibiendo carteles en blanco. Algo intimidados, un grupo de vecinos se acercó a los manifestantes para preguntarles qué significaba esa manifestación con carteles en blanco. Uno de los jóvenes disidentes les dijo: ‘¿Es que no han advertido que ya no hay nada más que decir, que ya todos sabemos todo lo que hay que saber?‘.

Fue como una revelación. En el acto los presentes se percataron de la originalidad de la protesta: ‘No hay nada que decir, ya lo sabemos todo‘. Y, en efecto, así era; el régimen se caía a pedazos, sus principales protagonistas naufragaban en la alienación, el fanatismo, la culpa o el cinismo. Los más decididos se apresuraban en enriquecerse o se agazapaban para tomar por asalto las empresas públicas y constituirse de la mañana a la noche en multimillonarios en nombre del comunismo y el marxismo leninismo. El mito de la revolución de octubre había degradado en relato y el relato en coartada para la más desenfrenada corrupción y el más escandaloso saqueo de los recursos públicos. Todo era tan evidente, tan desoladoramente evidente que, en efecto, no era necesario escribir o estampar consignas, los carteles en blanco eran mucho más testimoniales y eficaces.

Pues bien, propongo que de aquí en más salgamos a la calle con carteles en blanco. Como en Rusia a fines de la década del ochenta, en la Argentina ya no hay nada nuevo que decir. Es más, todo lo que se diga resultará repetitivo, redundante y en algún punto innecesario. El cinismo de unos y la hipocresía de otros se toman de la mano para defender la misma causa. Persistir en las denuncias de lo que ya todo sabemos provoca el riesgo del acostumbramiento, la antesala de la indiferencia y el reblandecimiento moral y político.

Todos sabemos todo. Unos miran para otro lado, otros se hacen los distraídos y el resto supone que ya que no hacemos la revolución, no sería mala idea enriquecerse. El escenario oficialista del relato transformó al tango “Cambalache” en una versión edulcorada del ‘Arroz con leche‘. La corrupción instalada en las vísceras del poder le otorga a la década infame de los tiempos de Barceló y Rugerito un evangélico certificado de santidad; la ruidosa catarata de negociados y saqueos del patrimonio público y privado protagonizado por prominentes caballeros y damas suscriptos a los obscenos beneficios del poder han podido transformar a la mafia menemista en una gavilla de atemorizados ladrones de gallinas.

Cinco funcionarios del gobierno se reunieron esta semana y le informaron a los argentinos que había llegado la hora de la dolarización, del blanqueo. Algunos calificaron a los funcionarios como el “Quinteto de la muerte”. Otros, hablaron de los “Cinco grandes del buen humor”. ¿Por qué no referirnos a los “Jinetes del Apocalipsis?”. A los cuatro jinetes que encarnan la inseguridad, el hambre, la corrupción y la crisis. Uno con aires de matón de barrio, el otro con tono de académico despistado, el tercero habilidoso para los juegos de manos y el cuarto balbuceando en voz baja que se quiere ir, se quiere ir de un gobierno que ha prometido quedarse hasta el fin de los tiempos. Allí estaban, solemnes, previsibles, confiados en su estrella y en la protección de Ella. Los cuatro bíblicos jinetes y la amazona devenida en una suerte de Magdalena arrepentida.

Escucharlos hablar fue una maravilla, una maravilla del absurdo y el grotesco. Por arte de magia o maquinaciones del poder, los que hasta ayer eran considerados delincuentes insensibles y canallas responsables del hambre de los argentinos, se transformaban gracias a la maravilla del relato en ciudadanos ejemplares, salvadores de la patria o en desoladas víctimas de una Argentina que hasta la llegada de Él y Ella había transitado por los cráteres y las cornisas del infierno.

Alguna vez leí que la casualidad no existe, existe el destino o lo inevitable. Lo leí y me pareció justo. La casualidad no existe, en todo caso existe nuestra ignorancia o nuestra ingenuidad. Insisto, la casualidad, el azar no existen, pero a un iniciado en los ásperos rigores de la paranoia no puede menos que llamarle la atención que justamente cuando llueven las denuncias sobre lavado de dinero a nuestros “Jinetes del Apocalipsis” se les ocurre anunciar un blanqueo. Como dice Woody Allen, “el hecho de que no sea paranoico no quiere decir que no me vigilen”.

Jorge Luis Borges también reflexionó sobre la casualidad y alguna vez escribió al respecto: ‘Cada persona que pasa por nuestra vida es única‘. Y no se equivoca. Es más o menos lo que piensa Lázaro de Néstor. Después agrega Borges: “Siempre deja un poco de sí y se lleva un poco de nosotros‘. Acá Borges se equivoca sin proponérselo. Nuestros héroes por lo general se llevan todo y por lo general no dejan nada. Y Borges insiste en el error: ‘Habrá de los que se llevaron mucho, pero no habrá de los que no nos dejaron nada‘. Pobre Borges, alucinado con sus laberintos y sus tigres. Pobre Borges, con su incapacidad genética para entender las virtudes del ser nacional y, sobre todo las habilidades del ser nacional. Pobre Borges, tan lejos de la torre de Babel y tan cerca de la Argentina y de su desolada Patagonia.

Vivimos en un país que sólo puede ser entendido en clave de tango. Un país donde los personajes en cuestión siempre están dispuestos a llevarse todo y no dejar nada. Un país donde, como diría Discépolo, “lo que hace falta es juntar mucho dinero, vender el alma, rifar el corazón, tirar la poca decencia que te queda, guita mucha guita, yo quiero vivir”. O como diría Cadícamo: “Hoy se vive de prepo y se duerme apurao y la barba hasta Cristo se la han afeitao‘.

Pobre Discépolo. Extorsionado por el canalla de Apold y su mujercita. Pobre Discépolo, que creyó que todos los males se agotaban en el siglo veinte, sin advertir que “Cambalache” parece ser el contrapunto del relato del siglo XXI. Pobre Discépolo, fatalmente profético, irremediablemente lúcido, desoladoramente contradictorio. Como le dijera un Homero Manzi desencantado y descarnado ‘¿No ves que están bailando, no ves que están de fiesta? Vamos que todo duele viejo Discepolín‘. Tremenda confesión, casi al borde de la tumba. Tremenda confesión, que a pesar de la verdad que se empecina en revelar sigue siendo considerada por algunos tontos como una frase realista y no como una metáfora de una realidad que se hunde y se degrada en la fiesta. ¿En que fiesta? En la fiesta de los que siempre ganaron, de los que se instalaron en el mundo como si fuera un trono, de los que siempre se acomodaron con los poderosos de turno, de los que se enriquecieron desalojando a los pobres de sus casas, de los que se hicieron multimillonarios de la mañana a la noche; la fiesta de los arribistas, los serviles y los obsecuentes, la fiesta de los que degradaron y corrompieron las causas más justas, la fiesta de los que viven de los otros, de los que ‘afanan o están fuera de la ley”.

¿Por qué no doy nombres? ¿Tengo temor, miedo, angustia? Nada de eso. Ocurre que siempre combatí las palabras innecesarias, la insistencia en lo obvio, el empecinamiento en repetir lo conocido, la repetición de los lugares comunes, las letanías agobiantes y agobiadas. Conclusión: no hay nombres porque a los nombres los conocemos todos. Como los disidentes en la Rusia comunista, los argentinos podemos pasearnos con los letreros en blanco, sin nombres ni fotos, porque todos sabemos todo.

¿Insistir en un nombre? Pues bien, solo uno. Se llama Lázaro y el Nuevo Testamento le dedica unos párrafos. De ellos recuerdo el principal, el que dice que estaba en una cueva y que a su alrededor el mal olor era irrespirable. Como se dice en estos casos, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

Como en Rusia a fines de la década del ochenta, en la Argentina ya no hay nada nuevo que decir. Es más, todo lo que se diga resultará repetitivo, redundante y en algún punto innecesario.

No hay nombres porque a los nombres los conocemos todos. Como los disidentes en la Rusia comunista, los argentinos podemos pasearnos con los letreros en blanco, sin nombres ni fotos, porque todos sabemos todo.