Crónica política

Perdimos una década, no perdamos el siglo

Perdimos una década, no perdamos el siglo

por Rogelio Alaniz

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No hay ningún gobierno en el mundo que no tenga aciertos y errores. Evaluar con ese criterio es perder de vista lo fundamental, es irse por las ramas, relativizar todo y, en definitiva, suele ser la mejor coartada para ser cómplice de la propaganda oficial. Con el criterio escolar de armar dos columnas para señalar lo que se hizo bien y se hizo mal se corre el riesgo de terminar justificando lo peor. Con esa metodología, hasta al dictadura militar podría salvarse en el tribunal de la historia. Después de todo, en aquellos años la inflación era mínima, la desocupación era muy baja, los índices de actividad económica crecieron de manera significativa.

Imagino las objeciones. Videla practicó el terrorismo de Estado y endeudó al país. Es verdad. Pero para quienes suponen que una evaluación se reduce a armar dos columnitas para proceder a anotar lo que se hizo bien o se hizo mal, estas consideraciones no los conmueven.

Ejemplifico con la dictadura militar, no para comparar lo incomparable, sino para sostener que todo gobierno, hasta el más detestable, puede tener aciertos, por lo que evaluar a una gestión con ese rasero primario es en primer lugar un error y en el mejor de los casos, apenas un punto de partida.

Para curarme en salud, advierto que jamás se me ocurriría comparar al gobierno de los Kirchner con la dictadura militar de Videla. Hay un principio de legitimidad democrática por parte de los Kirchner que los diferencia de manera tajante de aquella experiencia autoritaria. No, los Kirchner pertenecen al universo político de la democracia, pero esa legitimidad, y esto hay que entenderlo bien, es una exigencia no una coartada para justificar la corrupción, los avasallamientos institucionales, el creciente autoritarismo y los disparates económicos. Para que las evaluaciones no se extravíen en el laberinto de los detalles, deben estar precedidas de consideraciones políticas explícitas que son las que le otorgan sentido y significado a los datos. Yo impugno a la dictadura militar en nombre de categorías políticas explícitas y, en ese sentido, me importa poco que hayan inaugurado una autopista o construido una escuela. Pero esa impugnación es fundamentalmente política y ello me implica una toma de partido, un compromiso con una verdad que en este caso es mi verdad.

Esta semana los diarios, las radios y los canales de televisión se dedicaron a evaluar la llamada década kirchnerista. En todos los casos, las virtudes y los defectos del gobierno se reiteraron. ¿Méritos de los Kirchner? La designación de una nueva Corte Suprema, los derechos humanos, ciertas políticas sociales relacionadas con los jubilados y los desocupados, la vigencia de las paritarias, resolución de la deuda externa, la asignación universal por hijo. ¿Defectos? Inflación, adulteración de las cifras del Indec, inseguridad, avasallamiento institucional, concentración del poder, altos niveles de corrupción.

Planteada la realidad en estos términos, términos en los que todos podemos estar de acuerdo, arribamos a una suerte de empate o relativización de la política, en donde todo está más o menos bien, y también más o menos mal. A más de uno este criterio lo puede tranquilizar, pero debería saber que su paz interior es como la del ñandú y que lo más importante aún no ha sido dicho. ¿Y qué es lo más importante? La evaluación de un gobierno o de un régimen con categorías políticas más complejas, con perspectivas teóricas más amplias, con valoraciones más definidas, con criterios más totalizadores y abarcadores.

Después están las trampas y las trampitas. La trampa de comparar a la Argentina actual con el 2001, un recurso fraudulento porque con esos criterios hasta la gestión de Drácula en Transilvania se salvaría. Más interesante, por el contrario, sería comparar a esta realidad con otras realidades parecidas. Por ejemplo: la inflación actual es superior a la que había a fines de los años sesenta; la desocupación es mayor que la de los ochenta; en los noventa la pobreza era menor que en el “paraíso kirchnerista”. ¿Más datos? Once millones de pobres, la mitad de los asalariados gana menos de 3.500 pesos por mes, el 35 por ciento de ellos está en negro, el setenta y cinco por ciento de los jubilados dispone de un haber mínimo, el déficit de viviendas trepa al veinticinco por ciento. ¡Y todo ello en un escenario internacional excepcionalmente favorable, un escenario que desde hace más de cien años no teníamos!

Yo soy crítico de la gestión de los Kirchner más acá de sus aciertos y más allá de sus errores. Es más, sus pocos aciertos me afligen porque legitiman su orientación perversa. Contradiciendo el sentido común de muchos, no quiero que les vaya bien porque su prosperidad se levanta a costa de todos nosotros. Estamos ante un gobierno que ha decidido ir por todo y, por lo tanto, no nos ha dejado otra alternativa que defendernos con todo.

Defiendo los derechos humanos, pero no defiendo a un régimen que los manipula, los corrompe y los transforma en objeto de propaganda. Defiendo las políticas sociales, pero no defiendo a un régimen que se vale de ellas para someter a los pobres. Defiendo la extensión de las jubilaciones, pero me parece humillante e injusto lo que cobran y me parece canalla que se use la plata de los jubilados para televisar partidos de fútbol.

Para decirlo de una manera directa, de este gobierno no comparto la concentración del poder, su autoritarismo creciente, su afán de perpetuarse en el gobierno violentando todas las instituciones. No comparto su corrupción desenfadada, escandalosa y cínica, su incapacidad para entender lo que está pasando en el mundo y cuáles son nuestras oportunidades.

Estamos ante un gobierno que pretende constituirse como régimen y que apunta a hacer en la nación lo mismo que hizo en Santa Cruz: colonizar el Poder Judicial, someter a la prensa y reformar la Constitución para asegurar la reelección indefinida. Para lograr estos objetivos, recurre a la demagogia de los planes sociales y el control de la administración pública. Para asegurarse la adhesión de los gobernadores se vale del control y centralización de los recursos económicos y la negación práctica de todo aquello que tenga que ver con la coparticipación y el federalismo.

Si debiera señalar tres conductas políticas decisivas que impugnan en todas las líneas a este régimen, diría que ellas son el incentivo a una polarización social facciosa que nos ha hecho retroceder sesenta años en nuestros hábitos cívicos, el afán de perpetuarse en el poder y el desvergonzado objetivo de enriquecerse. Quedarse en la Casa Rosada hasta el fin de los tiempos no es un detalle menor. Para lograr esa meta, se impone violentar las instituciones, manipular a las masas y dilapidar los recursos públicos. En estos puntos, corrupción y reelección indefinida, el kirchnerismo se parece mucho al menemismo y en algunos aspectos lo supera, lo perfecciona. Unos y otros participan de lo que O’Donnell calificara como democracia delegativa, una variante autoritaria del poder respecto de la democracia deliberativa y republicana. Unos y otros constituyen gobiernos que se transforman en una suerte de asociaciones ilícitas que podrían muy bien ser calificadas como cleptocracias. ¿Diferencias? Por supuesto. La corrupción kirchnerista es más eficaz, más “moderna” si se quiere. ¿Algunas otras diferencias? Muy pocas. Resuelto el tema del poder y de las ambiciones patrimoniales, lo demás es apenas una cuestión de “relato”.

Se ha dicho que la década kirchnerista es una década perdida, una década desaprovechada. Puede ser. Pero en este aspecto yo quiero ser más claro y tal vez más pesimista. Haber perdido o desaprovechado diez años no es bueno, pero no tengan ninguna duda de que si los Kirchner logran cumplir sus objetivos de poder, el futuro que nos aguarda a los argentinos es mucho más negro. Perdimos una década, no perdamos el siglo.