Por Julio Anselmi

Ejercicios de seducción

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“El filósofo envenenado”, de Marcelo Abadi. Simurg. Buenos Aires, 2013.

 

De Quincey cuenta que los vecinos ajustaban sus relojes cuando Kant pasaba frente a sus casas. Los sábados, cuenta el filósofo argentino Marcelo Abadi (1932), Kant tomaba la tarde libre, iba acompañado por su mucamo, pero de repente se detenía detrás de un árbol; el mucamo avanzaba unos pasos y disimulaba: “Sabe que en ese momento el amo se masturba, y que no tardará en retomar sabiamente el camino”. ¿Qué tienen en común la obsesiva repetitividad puntual de Kant, los recuerdos de un estudiante argentino en la Alemania de 1955, el aprendizaje de un idioma, Alquié y Deleuze? Abadi logra conducirnos a través de estos mojones hasta un núcleo esencial de la filosofía: a la profunda nostalgia de una imposible voluntad de absoluto, a la frustración del ser humano “condenado a buscar un mundo que le rehusará su intimidad” (Kant); al dictamen que sentencia: “De aquello de lo que no se puede hablar, hay que callar” (Wittgenstein).

A este primer ensayo que abre El filósofo envenenado, sigue uno sobre las verdaderas razones de la condena de Sócrates, y es aquí donde puede rastrearse el ars filosófica de Abadi. Como el amor y la existencia plena, la filosofía es concebida como un ejercicio de todos los días, una donadora de concordancia entre el intelecto y las cosas, el examen de uno mismo y un aprendizaje de la muerte.

En estos, y en los ensayos que siguen -sobre Borges, la angustia y el deseo (y Sartre), o el tango que con Eduardo Bianco sedujo a los nazis, entre otros- Abadi ofrece lo que Borges designaba como el principal don de un escritor: el encanto. Más allá de las tesis y del acuerdo que podamos o no convenir con el autor, lo que importa es sentirnos atrapados por el recorrido que nos ofrece y la magnitud de los paisajes y el placer del paseo.

“Los ilotas y la juventud maravillosa”

En el ensayo “Los ilotas y la juventud maravillosa”, Abadi recuerda un episodio referido por Vidal-Naquet. Ocurre en 423/22 a.C. durante la guerra entre Atenas y Esparta. Los espartanos enviaron un cuerpo expedicionario compuesto en gran parte por los esclavos ilotas. Tucídides cuenta que los espartanos, temiendo una revuelta de ilotas, después de una batalla, “anunciaron que aquellos ilotas que se hubieran conducido con coraje y que estimaran merecer la ciudadanía debían presentarse para ser liberados. Los amos estimaban que se presentarían los más orgullosos de su comportamiento viril, los más belicosos y, por lo tanto, los más susceptibles de participar en un levantamiento. De los que se presentaron, seleccionaron a dos mil. Les pusieron una corona sobre la cabeza a cambio del gorro infamante que debían portar... ‘Poco después, se los hizo desaparecer y nadie supo de qué manera cada cual fue eliminado’ ”.

Tucídides no dice cómo desaparecen, cómo los matan, dónde se los entierra. “Silencio. ¿Será que los lectores de Tucídides no necesitaban más aclaraciones?”. Y Abadi concluye el breve ensayo devolviéndonos a la Argentina de los ‘70, cuando fue ungido presidente Cámpora, aunque se sabía que el triunfador era Perón. “Un sector de la juventud, el que había tomado las armas para inclinar la balanza en favor del retorno del líder, pensaba que se estaba a las puertas de la revolución. ¿Acaso una de las primeras medidas del gobierno de Cámpora no había sido amnistiar a los presos políticos? Y Perón, desde Madrid, ¿no se había congratulado de la juventud maravillosa?

“Los miembros de las organizaciones armadas y sus simpatizantes reclamaban con distintos grados de violencia su parte en la victoria. Algunos habían sido formados por el cristianismo revolucionario, otros se inspiraban en un foquismo que invocaba a Vietnam o Cuba. En nombre de sus convicciones habían realizado secuestros, habían matado desde un ex presidente hasta a simples policías de facción”.

Iban con sus pancartas, mientras “los servicios de información se cansaban de fotografiarlos y filmarlos desde todos los ángulos. Se hubiera dicho que los inminentes clandestinos querían salir en la foto; ‘jetoneaban’, hacían comprender que andaban ‘calzados’, se deleitaban hablando de la ‘orga’, poniéndose nombres de guerra y haciéndose envidiar por los que aspiraban a pertenecer.

“Los muchachos se sentían portadores del sentido de la historia. No percibían que los vientos soplaban en dirección opuesta. Pronto, sin embargo, de la euforia pasaron al desconcierto y la ira. Hasta que un día, tan previsible, Perón los llamó imberbes, idiotas y se fueron de la plaza, patéticos con sus banderas plegadas.

“¿Hace falta recordar la frase de Tucídides? ‘Poco después, se los hizo desaparecer y nadie supo de qué manera cada cual fue eliminado’ ”.