Crónica política

Volver a la Constitución

“Sentía esa especie de júbilo que conocen los hombres cuando los acontecimientos terminan en un verdadero desastre”.

Jack London

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por Rogelio Alaniz

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Una de las dificultades insuperables que se les presenta a los equipos de gobierno es actualizar su agenda política a los nuevos tiempos. Esa carencia es también la prueba más elocuente de que su tiempo histórico ha terminado. Los Kirchner por ejemplo, llegaron al poder en 2003 y promovieron un serie de cambios políticos y económicos que la sociedad mayoritariamente aceptó. Temas como la autoridad política presidencial, la deuda externa, los elevados índices de desocupación, por citar ejemplos, fueron resueltos para algunos bien, para otros no tanto, pero lo cierto es que la sociedad percibió que había una respuesta favorable a sus expectativas.

A ello se sumaron condiciones internacionales extraordinarias y lo que se conoce como “el efecto rebote” luego de una crisis terminal como la de 2001/2002. Sobre ese escenario, Kirchner supo montar una eficaz maquinaria de poder centralizada en él y su esposa. La alternancia estaba prevista, pero no era democrática sino cortesana. La pareja rotaría en el gobierno hasta el fin de los tiempos. Ambición de poder y picardía institucional, una manera muy peronista de hacerle una gambeta a la Constitución y a la historia.

Todo ello en principio fue consentido de manera explícita o tácita por la sociedad. Estábamos saliendo del infierno y, por lo tanto, todos estaban dispuestos a consentir todo en nombre de la excepcionalidad y la emergencia. Después llegarían la teoría y la práctica de la excepcionalidad permanente, los decretos de necesidad y urgencia, las atribuciones absolutas, el atropello al federalismo y el manoteo compulsivo a las más diversas “cajas”.

Cuando en 2007 asumió la señora, prometió incluir en su gestión la “calidad institucional” que había faltado. Calidad institucional significaba república democrática con controles y equilibrio de poderes. También incluiría la reconstrucción de las agencias estatales. No lo hizo. Peor aun, en muchos aspectos hizo exactamente lo contrario. La muerte de Kirchner lapidó la ilusión de alternar entre Ella y Él. A partir de allí, la rotación fue desplazada por el “Vamos por todo” y “Cristina eterna”.

Lo demás es historia presente. Las alternativas que se le presentan a la señora son las de reformar la Constitución para asegurarse la reelección permanente o volverse a su casa. El relato se conjuga en tiempo personal. La señora no tiene herederos porque no hizo nada para tenerlos. Como todos los déspotas “que en el mundo han sido”, la señora confunde su historia personal con la historia de la nación. El kirchnerismo empieza y termina con ella. Lo demás pertenece a la obsecuencia, el deseo de seguir recaudando bajo la protección que ofrece la sombra del poder o la alienación de los tontos.

El relato se agota con la señora, pero por encima o por debajo de las ambiciones personales, lo que se agota de manera irremediable son las condiciones históricas que lo hicieron posible. El kirchnerismo se hizo cargo de una agenda política y social que bien o mal se realizó. Hoy, la agenda es otra y sobre ese tema, el kirchnerismo no sabe qué decir ni qué hacer. Temas como la inflación, el cepo cambiario, el déficit energético, el stock ganadero, la inseguridad, la crisis estatal, lo desbordan y paralizan. Su agenda, sus mitos y fantasías pertenecen a otro tiempo. Como los viejos anacrónicos y decadentes, vive de las glorias del pasado en un mundo que necesita atender los dramas del presente y los desafíos del futuro.

Las tareas políticas de la época se desprenden de estas carencias y errores. También de los aciertos, que no han sido tantos como reza la propaganda oficial, pero que evidentemente existen. Muchas de las iniciativas a emprender están puntualizadas por la Constitución Nacional. Si en 1983, el Prólogo fue la oración laica que interpretó el deseo de millones de argentinos para salir de la pesadilla de la dictadura, hoy son las secciones y los artículos de la Constitución Nacional los que anuncian el futuro.

Es hora de pensar a la Constitución no sólo como un adorno prolijo o un código de normas de las cuales, según las circunstancias, conviene acercase o apartarse, sino para asumirla como un programa eficaz de acción política. Por lo menos así lo pensaron Alberdi y Gutiérrez en 1853. Se trata de gobernar con la Constitución en la mano para respetar derechos y garantías, pero también para hacer funcionar el poder político y las instituciones estatales.

Imagino las objeciones. Se dirá que no alcanza, que no sirve, que hay otros problemas urgentes que resolver. Discrepo. Lo que no alcanza y no sirve es lo que se ha hecho hasta hora. Lo que no alcanza o no sirve es la personalización del poder, la manipulación grosera de la ley, el atropello al federalismo, los decretos de necesidad y urgencia, el Congreso transformado en una escribanía del poder y la Justicia en una cortesana.

Lo que no alcanza o no sirve es la retórica demagógica, el afán consciente y deliberado de confundir necesidades de primer orden con exigencias institucionales indispensables para satisfacer las llamadas necesidades de primer orden como son la salud, la alimentación, la seguridad y la educación. Lo que no alcanza o no sirve es suponer que la libertad no es un valor necesario, que el respeto a las reglas del juego es una ilusión de los tontos y que la realización de las grandes metas humanas se logra sin instituciones y concentrando el poder en una persona designada por Dios o por la historia.

Elegir por la república democrática y deliberativa, optar por el Estado de derecho, reivindicar contra viento y marea el valor de las libertades individuales, es un programa práctico de acción política. Los problemas de la Nación no han provenido del acatamiento a la Constitución, sino de lo contrario, de su negación. Las dictaduras militares y las plagas populistas ya han probado sus propios remedios y los resultados están a la vista. Desde 1943 a la fecha, militares y peronistas han gobernado durante cincuenta años que, casualmente, coinciden con el ciclo de la prolongada decadencia nacional.

Se dirá que la Constitución no es todo, que temas como la distribución de la riqueza no están previstos por ella. No es todo, pero es casi todo. O por lo menos, es el punto de partida decisivo para darle sentido y significado a lo que importa. Es verdad, la Constitución no prevé la distribución de la riqueza, pero sí la distribución del poder, condición indispensable para hacer posible una sociedad más justa.

La Constitución no es el Estado, pero señala el camino más justo para organizarlo y ponerlo en funcionamiento. Hoy, como dice el profesor Luis Alberto Romero, tenemos gobierno fuerte pero Estado débil. El ideal es casi a la inversa: Estado fuerte y gobiernos que roten.

La Constitución nacional debería ser la guía para avanzar en esa dirección. Se trata en definitiva de recuperar el Estado de derecho degradado y corrompido por las intervenciones militares y populistas. Se trata de hacer lo que todavía no hemos hecho o, por lo menos, no lo hemos hecho de manera sistemática. Se trata, sencillamente, de devolverle a la política la dignidad perdida.

Para el kirchnerismo, esa agenda abierta hacia el futuro es chino básico. Sergio Massa, con ese infalible instinto de poder que distingue a todo peronista, olfateó la dirección de los nuevos tiempos y actúa en consecuencia. Su discurso se propone completar la agenda institucional que la señora prometió en 2007 y no hizo. Fracciones importantes del establishment tradicional se han aferrado a él como la nueva esperanza blanca. Muchos le creen o están dispuestos a creerle. Yo por el momento no comparto el mismo entusiasmo. Además, para 2015 falta mucho.

La Constitución no prevé la distribución de la riqueza, pero prevé la distribución del poder, condición indispensable para hacer posible una sociedad más justa.