ENTREVISTA CON ISIDORO VEGH

Arte y psicoanálisis: la obra como anticipo genial

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Isidoro Vegh cuenta con una destacada carrera y numerosos libros. Foto: LUIS CETRARO

 

Estanislao Giménez Corte

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Reconocido psicoanalista y escritor, miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, Isidoro Vegh estaba invitado a disertar en nuestra ciudad el pasado 5 de julio, en el marco del seminario El Acto Analítico (organizado por Litoral Agrupación Psicoanalítica de Santa Fe y Secretaría de Cultura de UNL). El vuelo que debía traer a Vegh se suspendió por niebla y las jornadas, postergadas hasta nuevo aviso. Aun así el profesional -entre cuyas publicaciones se cuentan “La clínica freudiana”, “Matices del psicoanálisis”, “Hacia una clínica de lo real”, “Paso a pase con Lacan”, “Las intervenciones del analista”, “Estructura y transferencia en la serie de las neurosis”, “El abanico de los goces”- respondió generosamente a las consultas que oportunamente se le enviaran vía correo electrónico. Aquí, una síntesis de sus respuestas.

—Siempre se reconoció a Freud como un gran escritor, y la importancia del texto (como mediación, como instrumento, como soporte) tiene una enorme trascendencia en las disciplinas que deben necesariamente recurrir a éste para su materialización o expresión (el caso de la filosofía es claro). A propósito de una entrevista que le hiciera Emilia Cueto, me interesa que nos dijera cómo podríamos pensar o analizar el lugar de la escritura en la formación y el desarrollo profesional de un analista.

—Un analista tiene el lugar principal de su práctica en la dirección de la cura. El ámbito de su consultorio, el diván a donde es invitado el analizante, y el sillón en el cual reposa su cuerpo para disponer especialmente su escucha, constituyen el ámbito privilegiado de una práctica que para no reducirse a un puro movimiento empírico, prefiere nominarse experiencia. La experiencia del análisis permite recordar una distinción que la lengua alemana nos brinda: no es lo mismo la Erlebnis, la vivencia inmediata del encuentro con lo Real, que la Erfahrung, cuando de ese encuentro inmediato con lo Real se hace luego una reflexión. Se trata entonces de pensar el psicoanálisis como experiencia. Cuando alguien le preguntó “¿Cómo puede ser, profesor que usted, después de trabajar tantas horas escuchando a sus pacientes, interpretando, a la noche todavía tenga el entusiasmo y el deseo de escribir?”, Freud respondió “Si no lo hiciera, no podría al día siguiente volver a recibir a mis pacientes”. Lacan lo dijo de otro modo, que el analista es al menos dos: el que sostiene su práctica y el que de esa práctica hace su reflexión. A veces se escucha decir de un analista que es un buen clínico pero que no es alguien consagrado ni a la teoría ni a la creación de un trabajo, de un libro. Creo que es una pena que si se trata efectivamente de alguien con talento pierda la oportunidad de incrementar ese talento con una reflexión, que no sólo lo haría mejor clínico sino que además contribuiría al desarrollo del psicoanálisis.

—Aun a riesgo de ser ésta una pregunta muy amplia y compleja, quisiera consultarlo por las relaciones posibles o los vínculos entre el psicoanálisis y la obra de arte. En textos de Freud y de Lacan se recurre permanentemente a casos del teatro, de la poesía, de la literatura. Según su perspectiva ¿se la utiliza como ejemplo, como cita, como referencia, como un modo de completar o contribuir al pensamiento propio del psicoanalista?, ¿a qué se debe esta relación tan cercana?

—El primer texto con el que Lacan inaugura su libro clásico “Escritos”, está dedicado a un comentario de “La carta robada” de Edgard Allan Poe. Es más, así tituló su propio trabajo, “La lettre volée”. Y allí nos dice que si se autoriza a realizar una lectura de la lógica del Edipo, del complejo de Edipo, a partir de esa ficción, de ningún modo indagando en la biografía del autor sino en la estructura misma de la narración, es en tanto que la ficción entendida aquí como el producto de una labor literaria se gesta en los mismos mecanismos en los cuales se gesta un sueño, un lapsus, un chiste, lo que llamamos las formaciones del inconsciente. No es necesario para eso consultar el decir consciente del autor. Cuando es un autor que vale, su obra testimonia de una estructura que registra del modo adecuado y pertinente, hasta diría riguroso, los resortes que son capaces de producir una ficción. También es verdad que en la historia del psicoanálisis ha habido quienes confundieron esta perspectiva haciendo de la obra del artista una lectura homóloga a la del síntoma, tomando entonces la obra como un lugar para leer algo del autor. Esto ha irritado con toda justicia a muchos artistas que han visto en ese uso del psicoanálisis llamado malamente “aplicado”, un uso inadecuado lindante con un cuestionamiento ético. Para nosotros, en la perspectiva del psicoanálisis en que nos situamos, no se trata de usar la obra para leer ahí un síntoma del autor, sino más bien tomar la obra como los anticipos geniales que el poeta, el pintor, el cineasta, el escultor, el novelista, anticipan de la estructura del ser humano, dado que el artista suele tener una relación privilegiada, de una porosidad más acentuada, mejor articulada, con sus determinaciones inconscientes. No necesitan, en la mayoría de los casos, haber leído ni a Freud ni a Lacan para que sus obras den testimonio de eso. Y, en esos casos, nosotros, los analistas como lo ha hecho Freud, como lo ha hecho Lacan -por ejemplo con la obra de Joyce-, vamos a esos textos no para leer ahí un síntoma del autor, sino para aprender lo que el autor nos enseña de la estructura del ser humano.

—En un texto suyo publicado recientemente en Página/12 (que cita un fragmento de “Senderos del análisis”) hace alusión, si no lo interpreté mal, a las relaciones entre las pulsiones (orales, visuales, etc.) con diferentes manifestaciones y experiencias del sujeto. Me interesa consultarle dos cosas: la cuestión de la música como “sublimación de la voz” y la relación posible entre padre e hijo a partir de casos emblemáticos del arte (Mozart, Borges).

—Con Lacan hemos aprendido también a reconocer, entre las distintas especies de los objetos pulsionales, además del seno, las heces, el falo, también la mirada y la voz. Sin duda que en esas aportaciones lacanianas ha influido su formación psiquiátrica, lo que sus pacientes psicóticos le habían enseñado. A esta cuestión de la voz, Lacan le puso un nombre llamándola pulsión invocante, y dio como prototipo de esa eficacia de la voz al sonido del shofar, ese cuerno de carnero que en la tradición judaica suele tocarse especialmente en el Día del Perdón. Un sonido que se juega, entonces, entre la criatura y el Creador, no sólo para despertar, como diría Maimónides, a las criaturas que han olvidado o han adormecido su relación a la ley sino también para despertar al Creador en su pacto de protección del pueblo que había dicho era su elegido. En este sentido, el shofar aparece, entonces, ya en un punto intermedio entre la voz que sostiene la articulación de la palabra y la voz que podría derivarse en la música. Por supuesto que el sonido del carnero no decimos que entre en el ámbito de la música, más bien podríamos situarlo en un punto bisagra entre lo que sería la voz que se articula con la palabra y la voz en la cual la palabra se suspende para dejar solamente el movimiento de la música y la creación de ese fenómeno estético que es el gusto específico del melómano. Un gusto donde jugarán entonces las distintas armonías, la melodía, la instrumentación de cada obra, el conjunto de los timbres que arman a su vez un cuerpo sonoro y que contribuyen a crear en su conjunto como en cualquier obra un vacío en el cual resuena esa voz que llega a quien se dirige o quien se dispone a escucharla. Cuando hablamos de sublimación, la sublimación implica la creación de una obra que recrea un vacío que se caracteriza por no ser una invitación al abismo sino que, como falta, estimula hacia eso que precisamente se presenta como ausencia, un vacío que advierte, promueve, incita un deseo y se articula a un goce.

Respecto de la segunda pregunta, la relación posible entre padre e hijo a partir de casos emblemáticos del arte como Mozart, Borges, podríamos agregar Goethe, John Stuart Mill en la filosofía, hay una serie, son casos específicos (no constituyen lo común) de circunstancias en las que se juntan el talento de los que luego serán artistas o pensadores consagrados, con la orientación pertinente, el entusiasmo de los progenitores que decidieron hacerse cargo de la educación de sus hijos. Son la prueba también de que el sujeto se constituye a partir del otro y que cuando se da esa conjunción del talento del sujeto y de otro disponible en su deseo y en los elementos para ofrecer a su vástago, a veces se dan estos resultados. El error sería suponer que a partir de esto tendríamos algo así como una recomendación para que los padres suspendieran los espacios públicos de la formación de sus hijos y asumieran el rol de pedagogos. Tenemos que decir que el resultado, en general, suele ser catastrófico. Si hay algo que nuestra experiencia, la clínica del psicoanálisis, nos demuestra -tenemos el caso emblemático, por ejemplo, de lo que se llama el caso Schreber en que una esquizofrenia paranoide trabajada por Freud a partir de los textos del paciente- es que el padre pedagogo suele ser de lo más pernicioso para el desarrollo de un hijo

 
Arte y psicoanálisis: la obra como anticipo genial

Lacan lo dijo de otro modo, que el analista es al menos dos: el que sostiene su práctica y el que de esa práctica hace su reflexión.

Cuando hablamos de sublimación, la sublimación implica la creación de una obra que recrea un vacío que se caracteriza por no ser una invitación al abismo.