¿De dónde salió esta mina?

¿De dónde salió esta mina?

Obra de Milo Lockket.

 

Sara Zapata

Eso digo. ¡Y a las diez de la mañana! ¡Y en la peatonal! Caída del cielo. Justo lo que estaba necesitando para un artículo como la gente. Porque si sigo así en el diario me van a rajar mañana mismo con mi certificado de comunicación social y todo. Bah, no tanto, no están nada mal los articulitos medio pintorescos de mis paseos por la peatonal, como el del cieguito que cuenta de reojo las monedas. Muy bien nena, me lo elogió el jefe, seguí por ese lado. Lástima que se me están acabando los personajes y hasta la inspiración. No quisieron publicarme lo del chico que vende aspirinas sueltas y no me quejo, pero esta mina me salva seguro. ¡Qué pinta, qué pinta! La pollerita no podría ser más roja, ni más corta con este frío, ni más apretada con el cinturón de charol. Y los zapatos altísimos. Y las medias negras de red con esas piernas y esa especie de boa plumosa que se le agita y agita como para volar.

Mamita mía..., murmura un tipo al pasar a su lado, a nuestro lado, de tan cerca que la sigo. ¡Mamita mía! ¿De dónde saliste, corazón? El que no se lo dice es porque se quedó con las ganas, bien que lo veo, como el viejo de lo más pintón que casi me atropella por darse vuelta. Cuando se nos vienen acercando el gesto incrédulo se les cambia en una sonrisa de éxtasis o algo así que ni se interrumpe cuando dicen lo que tienen que decir. Pero ella sigue como si nada, soy yo la que me doy vuelta y me encuentro con la cara todavía dichosa del tipo, que también que se ha dado vuelta para seguirla mirando un poco más.

¿Y ahora qué? La mina se para enfrente de una vidriera y no tengo más remedio que hacer lo mismo. Saca un paquete de cigarrillos de una carterita que le cuelga del hombro y se pone a fumar. La veo de frente en un espejo de la vidriera. Es bastante mayor que yo, veintiocho por lo menos, pero tiene una piel fresca, con luz. Ni maquillaje lleva aunque la boca bien roja, eso sí, medio incandescente. Seguro que no me ve por la sonrisa que hace, como para admirarse en el espejo. Linda sonrisa, ni eso le falta. Vuelve a hacerla con un hoyuelo al costado, tira el pucho a medio fumar y sigue el paseo. ¿Adónde vamos ahora?

A yirar no más, bien sencillo, porque si hubiera querido levantarse algún tipo lo tenía conseguido de entrada y listo. No sé qué cara pondrá cuando se acercan unas viejas con aire de reprobación. Cuchichean entre ellas pero bien que se callan cuando nos tienen al lado. Lo más excitante es cuando los tipos se vienen acercando como para comérsela con los ojos. O no, lo más excitante es cuando sueltan unas palabritas que me suenan a mí en el oído, tan rápidas y al pasar. Y más todavía cuando se dan vuelta y nos miran a las dos, no es necesario que lo vea, son unas miradas que me traspasan hasta dar con ella, la diosa, la diosa de la peatonal. ¿Cómo alguien puede tener unas piernas tan increíbles con esas medias finitas de red? ¿Quién puede mover mejor la pollerita tan corta y colorada? Lo único que falta es que algún tipo me grite que me haga a un lado, nena, no ves que me arruinas la visión.

Ahora se mete en la confitería, qué idea, no me queda otra seguirla, no voy a pararme afuera esperándola o haciendo tiempo por ahí para perderla de vista, esas cosas pasan por qué no. Busca una mesa en el fondo y no voy a hablar de la cara que ponen los tipos ni menos el mozo, que hasta le tiembla la bandeja cuando se le acerca. Me siento a un costado y la veo de perfil, una nariz chiquita muy recta mientras da sorbos en el borde del pocillo, como un gatito. Cuando termina se queda un rato inmóvil, quizá esté escuchando la música de la confitería, los cuchicheos del salón. Saca un espejito de la cartera, lo abre despacio, se limpia las comisuras con el borde de la servilleta y observa cómo le han quedado, se pasa la lengua por la boca brillante, se alisa el flequillo oscuro, cruza las piernas fuera de la mesa. Por fin cierra el espejito, lo vuelve a poner en la cartera, se la cuelga al hombro y sale, salimos de nuevo a la peatonal.

El chico de la aspirinas empieza a seguirme pero le digo que otro día y me deja tranquila. Por poco me la pierdo cuando se mete en un grupito que hace de público a dos malabaristas del medio de la calle, pero seguimos de largo sin problema y todo vuelve a la normalidad. Que alguno nos diga algo subido de tono no va a escandalizarnos, por qué. No hay nada en el mundo como esas expresiones que se aproximan, que siguen pasando como enamoradas, que se vuelven no bien quedan atrás. ¿Hasta cuándo seguiremos así, digo? ¡Ojalá no se acabara nunca, nunca, mi diosa!

¿Cuándo volveré a ser una mina como vos?

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Obra de Milo Lockett.