Persiguiendo el fugaz enigma

Persiguiendo  el fugaz enigma

“The Jealous Lover of Lone Green Valley”, de Thomas Hart Benton.

 

Por Julio Anselmi

“Cuentos dos veces contados”, de Nathaniel Hawthorne. Traducción de Eduardo Goligorsky. El Cuenco de Plata. Buenos Aires, 2013.

En el variable conjunto de relatos reunidos en Cuentos dos veces contados figuran las mejores invenciones de Nathaniel Hawthorne (EE.UU., 1804-1864), signadas por situaciones y personajes extraordinarios, y por historias donde los problemas morales y la presencia del mal y la culpa son constantes. Como recuerda Elvio E. Gandolfo en el prólogo, “Entre sus antepasados, William Hathorne (1607-1681) (así deletreaban el apellido antes de Nathaniel), fue el primero que pisó suelo americano. Su hijo, el coronel John Hathorne (1641-1717), participó en los famosos procesos por brujería de Salem. El padre de Nathaniel, capitán de barco, murió en la Guayana Holandesa cuando él tenía cuatro años”.

En el pesado clima espiritual que lo rodeaba, no es raro que Nathaniel se viera confinado a someter la creación al mandato de la moral puritana. En las páginas iniciales de su novela La letra escarlata, leemos: “ ‘¿Qué es ese hombre?’, murmura la sombra gris de uno de mis antepasados a otra. ‘¡Un escritor de cuentos! ¿Qué clase de ocupación en la vida puede ser ésa? ¿Qué manera de glorificar a Dios o de ser útil a la humanidad de su tiempo y de su generación? ¡Este individuo degenerado bien podría haber sido un músico ambulante’ ”.

Consecuentemente, para disminuir la frivolidad de tal ocupación y rescatarse de ese sentimiento de culpa, Hawthorne cargó a sus cuentos con moralejas, y así, como un vetusto pergeñador de alegorías podría haberse perdido en el olvido. A Jorge Luis Borges (que le dedicó uno de los ensayos de Otras inquisiciones) se le debe la reinstaurada presencia de Nathaniel Hawthorne, un autor recurrente en todas las historias de la literatura estadounidense pero que, a pesar de haber contado con los elogiosos estudios de Edgar Allan Poe y Henry James, había sido confinado al desprestigiado ejercicio de parábolas.

Borges discute la legitimidad o no de la alegoría, apelando a dos contrincantes de peso: Croce vs. Chesterton, para concluir que “en Hawthorne, siempre la visión germinal era verdadera; lo falso, lo eventualmente falso, son las moralidades que agregaba en el último párrafo o los personajes que ideaba, que armaba, para representarlas”.

En verdad, algunas de esas moralejas no carecen en sí mismas de valor, de valor estético o dramático, como la voz que irrumpe al final de “Wakefield” (1), quizás el cuento más famoso de Hawthorne (gracias también a Borges, que lo elogió en varias oportunidades y lo eligió como el mejor cuento de la historia de la literatura para una antología de 1967). O las reflexiones sobre el peligro de la ambición desmedida de los artistas en “El artífice de la belleza” (2).

1.jpg

“Death on a Pale Horse”, de Albert Pinkham Ryder.

Por otro lado, una lectura honda de Hawthorne nos revela que hay, más allá del “pecado imperdonable”, alegorías como la de una serpiente que roe en el pecho a un personaje (la egolatría y los celos), de la obsesión por la “espiritualización de la materia”, una moral nada ortodoxa que arremete contra los mediocres e hipócritas que constituyen el grueso de la humanidad, capaces de agostar los espíritus más finos y débiles, como la maravillosa mariposa que construye durante toda su vida un pobre relojero idealista, un pequeño y hermoso artefacto que desfallece cuando se posa sobre un cuerpo vulgar, porque esa mariposa “está impregnada de una esencia espiritual, llámenla magnetismo, o como quieran. En una atmósfera de escepticismo y burla, su exquisita susceptibilidad sufre, tal como sufre el alma de quien le comunicó su propia vida. Ya ha perdido su belleza, y dentro de pocos minutos su mecanismo estará irreparablemente lesionado”.

En 1971, la impar Compañía General Fabril Editora había publicado los Cuentos dos veces contados, de Hawthorne, en la traducción de Eduardo Goligorsky (y corrección de Alberto Vanasco). La edición constaba de 24 cuentos; el volumen que ahora presenta El Cuenco de Plata de esa misma versión, comprende 14.

(1) “En la confusión aparente de nuestro mundo misterioso, los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas entre sí, y a un todo, que apartándose por un momento, un hombre se expone al riesgo temible de perder su lugar para siempre. Como Wakefield, puede convertirse, por decirlo así, en el Paria del Universo”.

(2) “¡Qué triste es que el artista ya trabaje con la poesía o con cualquier otro material, no se conforme con el goce interior de la Belleza, y pretenda en cambio perseguir el fugaz enigma, más allá del confín de su dominio etéreo, destruyendo su frágil vida cuando la apresa en un lazo material! Owen Warland sentía la necesidad de otorgar realidad exterior a sus ideas, y la sentía tan irresistiblemente como cualquiera de los poetas o pintores que han adornado el mundo con una belleza más tenue y apagada, imperfectamente copiada de la exuberancia de sus visiones”. Y el final: “Cuando el artista se remontó a suficiente altura para conquistar la belleza, el símbolo mediante el cual la había puesto al alcance de los sentidos mortales perdió valor ante sus ojos, en tanto que su espíritu se colmaba a sí mismo con el goce de la realidad”.

3.jpg

Nathaniel Hawthorne. Foto: Archivo El Litoral