El detalle y la estructura

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Hernán Ronsino, en la presentación de “Lumbre” en Santa Fe. Foto: Pablo Aguirre

 

Por Carlos Bernatek

“Lumbre”, de Hernán Ronsino. Eterna Cadencia. Buenos Aires, 2013.

Para quien haya leído previamente La descomposición, o Glaxo, o ambas, la última novela de Hernán Ronsino (Chivilcoy, 1975), Lumbre, parece armada; esto no quita que pueda leerse prescindiendo de las anteriores, más breves, más compactas. De cualquier modo que se afronte su lectura, resultará un valor agregado para quien le interese la posibilidad de rearmar con las novelas previas un texto nuevo que no adeuda en continuidades ni preconceptos sino que se reescribe desde otro lugar. En principio, en Lumbre encontramos el ambiente, las temáticas, los personajes de las previas con una similar estética pero más afilada, como una herramienta con la cual el autor se maneja con destreza. Si algo varía radicalmente es el desafío de animarse a una estructura más compleja, no sólo por la extensión sino por el entramado que supone un texto de estas características derramado en casi trescientas hojas, sosteniendo, apuntalando una construcción más ambiciosa. Si muchos elogiaron antes la síntesis, lo no dicho, el clima creado con la zona presunta de la trama, con esa

incompletitud argumental, ahora hallarán una expansión narrativa que remite a Lumbre a un sitio diverso del de sus predecesoras, sin traicionar los modos de representación ni el lirismo de Ronsino en la frase corta, cortante, escandida, la adjetivación precisa y ajustada a esa modulación de voces que resulta tan funcional a lo que narra.

Lumbre no precisa un argumento novedoso (el regreso al pueblo, a lo que el tiempo ha hecho con la gente y las cosas), ni artificiosidades estéticas para conformar una estructura convincente: el corte narrativo introducido en cada capítulo mediante el uso del espacio en blanco, instala una respiración particular, necesaria para saltar de una escena a otra modificando levemente el ritmo o la mirada que abarca y restringe, de la panorámica al plano detalle más estricto. La voz modulada de Federico Souza, el protagonista, logra así distanciarse cada vez que la primera persona abruma o se aproxima a una centralidad excesiva. Es allí cuando gira la cámara, si nos permitimos otra acepción cinematográfica. No casualmente en el texto se alude a Smoke, el film de Wayne Wang con guión de Paul Auster -en rigor, codirector de la película-, donde Harvey Keitel (Auggie Wren) fotografía cada día su pequeño negocio de tabacos de Brooklyn jugando con el paso del tiempo en esas imágenes, lugar donde confluye una serie de personajes peculiares integrados a su pequeño mundo, aquejado de cierto anacronismo como el acto de fumar. El parentesco de nombre (Smoke- Lumbre) y argumento es sólo incidental: la novela de Ronsino juega con esa empatía, pero despliega mucho más que un microcosmos. Porque otra marca puntual de Lumbre es un marcado enraizamiento que parece observar de rabillo a la gauchesca, lo que el autor menciona como el “drama histórico”, propio e intransferible. La historia argentina pasada por “ese” Chivilcoy no es un decorado: indica conductas, actitudes humanas que, lejanas de la épica, señalan determinados modos en que se ha construido una realidad presente.

La novela de Ronsino contradice ciertos esteticismos que de tan modernos resultan ya demasiado transitados, porque enfatiza su originalidad sin renegar de una detectable genealogía. El autor de Lumbre no descuida lo que para otros ya resulta subalterno: cuida el detalle sin abandonar la estructura, la funcionalidad tanto como rigor de la palabra utilizada. El placer de una lectura cadenciosa y sin artificios nos conduce con levedad hasta el Paráiso, título del último capítulo que no casualmente coincide con el nombre del poemario del protagonista, un lugar inexistente entre nosotros pero hospitalario en la literatura.