Tener pasado o tener futuro

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Por Julio Anselmi

“Mi perdición”, de Alfred Hayes. Traducción de Martín Schifino. La Bestia Equilátera. Buenos Aires, 2013.

Abrió la solapa del kimono.

—Tienes canas en el pecho -dijo.

—Así es.

—¿Las puedo tocar?

—El gusto es mío.

Las tocó. No estaba lleno de canas. Unas pocas: media docena, quizá. Pruebas del invierno próximo. Los comienzos de un blanqueo general. Pronto podría declararme abierto para la temporada de esquí.

—Pobre Asher.

—¿Por qué?

—¿Es difícil envejecer?

—No es fácil.

—¿Triste?

—Como dice la tía Dora: ¿qué te puedo contar, querida?

—Lo odias.

—Supongo.

—¿El vello púbico también se vuelve canoso?

—Todo, cariño.

—No.

—Todo. Tú también.

—Eso nunca.

—Ya te llegará.

—Eso nunca. Nunca. Nunca. Nunca. Nunca.

En este diálogo está cifrado el tema de Mi perdición, de Alfred Hayes (1911-1985): la dificultad de envejecer y la absoluta negativa de la juventud a creer que alguna vez pueda sucederle esa “desgracia”. Y consecuentemente: la arrogancia, egoísmo y crueldad de la juventud, y el aferrarse a quien aún está floreciendo, la caída a pique de la autoestima y la depresión del envejecimiento.

Un hombre mayor escapa de su mujer, de su ciudad, de su bienestar y de su entero fracaso y se enclaustra en un hotel de Nueva York, la ciudad que ya no es la de su juventud. Los amigos y amantes ya no están (“Al parecer, mis amigos, mi generación, morían de forma inesperada y en silencio”). Entra en contacto con un joven pariente y con la excusa de brindarle el trabajo de guiarlo por la “nueva” ciudad se ata a él y a su también joven pareja. El trío se irá complicando con los tristes subterfugios de los supuestos y las oposiciones que estallan en cada generación.

Un tema, el del amor, el envejecimiento y el de la relación amorosa entre viejos y jóvenes, que tiene un autor supremo, insuperable, el triestino Italo Svevo. Alfred Hayes lo aborda con esa más dura y concreta tradición de la novela negra y de lo que podríamos llamar existencialismo estadounidense.

La primera persona que nos habla no se priva de hurgar en ninguna herida, apenas matizando con algún “chiste más o menos inevitable sobre cómo ahora le tomaba toda la noche hacer lo que antes hacía toda la noche”. O más negro, como la referencia al amante anterior de la italianita del triángulo en cuestión, un hombre dedicado al negocio de cementerios, un “hombre gordo, alto, casado; se llamaba Ben, y le había explicado que de todos los negocios posibles a los que dedicarse, el de los cementerios era el mejor. Porque en el negocio de los cementerios comprabas por hectáreas y vendías por metro cuadrado”.

De Alfred Hayes, la misma editorial argentina ha publicado otras dos memorables novelas, con un personaje central y un clima parecido. Que el mundo me conozca, sobre un guionista bastante exitoso, con una esposa lejana y la perspectiva de varios meses de soledad en la meca del cine, que una noche salva a una muchacha del suicidio e inicia con ella una tortuosa relación amorosa, aun cuando no deja de dudar de sus propios sentimientos. En la otra novela, Los enamorados, un escritor de 40 años monologa con una muchacha en el bar de un hotel, y le cuenta una aventura amorosa crucial de su vida.