Preludio de tango

Julio Sosa y el duende de la ciudad

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Manuel Adet

La historia me la contó un amigo hace unos cuantos años. Su padre había sido amigote de Julio Sosa y, según sus palabras, fue él quien una noche de copas y tangos le comentó la anécdota. Tengo motivos para creer que la historia es verdadera, más allá de exageraciones que suelen acompañar a ciertas anécdotas que se relatan a lo largo de los años.

Julio Sosa debe haber tenido veinte y pico de años cuando llegó a Buenos Aires. Llegaba, como quien dice, con una mano atrás y otra adelante. Tenía dos o tres recomendaciones y la dirección de una pensión en Caballito, atendida por una mujer oriunda de Piedras, el pueblo uruguayo donde había nacido. El barco llegó a Buenos Aires a media tarde. Antes de tomar el taxi, Sosa lo pensó dos veces porque andaba con la plata justa y esos eran lujos que no podía permitirse. Sin embargo lo hizo, porque no tenía la menor idea de dónde quedaba la pensión. El taxista era un tipo mayor, que lo miró con cierto recelo, como alguien que está bien y le fastidia que un joven de risa fácil interrumpa su soledad. El hombre se peinaba a la gomina y tenía esa palidez propia de los tipos que viven más de noche que de día. Parecía cualquier cosa menos un tipo sociable, aunque, a pesar de ese trato seco, distante, era al mismo tiempo cordial, una cordialidad que incluía discretas gentilezas, detalles que Sosa recordaría más tarde.

Sosa fue siempre un tipo simpático, entrador. Y cuando era joven, no le negaba la charla a nadie, conversaba hasta con los postes. El taxista no fue la excepción, pero en este caso no le fue fácil arrancarle palabras a su imprevisto chofer. Las primeras respuestas fueron desganados monosílabos, pero mientras el auto enderezaba por una avenida con dirección a Caballito, en cierto momento, como si se despertara, el hombre le preguntó el motivo de su presencia en Buenos Aires. Sosa contestó que era cantor de tangos, que se inició en el oficio en su pueblo, después incursionó en algunos modestos escenarios de Montevideo y el verano anterior había cantado en una cantina de Punta del Este.

Si usted viene a cantar tangos a Buenos Aires, me imagino que conocerá la ciudad, comentó el hombre como si estuviera hablando solo. Imposible saber con exactitud cómo se encadenaron los hechos, pero lo seguro es que en cierto momento los hombres conversaban como si se hubieran conocido de toda la vida. Sosa recuerda que el tipo le pareció un tanguero de ley, de esos que sólo en la ciudad de Buenos Aires se pueden encontrar si se tiene mucha suerte. Recuerda que el hombre -que podía tener la edad de su padre- siempre lo trató de usted. Otro detalle: hablaba como si lo que contara le hubiera ocurrido a otros y a él no le interesara demasiado. También recuerda que la radio del auto estaba encendida, pero nunca escuchó un tango.

El taxi transitaba ahora por una calle cualquiera, cuando el hombre le propuso dar un paseo por algunos lugares que, según él, un tanguero no podía dejar de conocer. Sosa le advirtió que sus recursos económicos eran escasos. El hombre se encogió de hombros, como si lo que acababa de escuchar no le importara. Al primer lugar que fueron fue a Barracas. Allí le mostró algunos locales nocturnos, las ruinas de una casa de lata donde alguna vez funcionó un célebre prostíbulo y un comedor gallego en el que almorzaba con frecuencia Hipólito Yrigoyen. El taxi estacionó en la esquina de un avenida cercana al Riachuelo y el hombre invitó a compartir una cerveza. El taxista seguramente era cliente de la casa, porque el patrón lo atendió como si lo hubiera conocido de toda la vida. A Sosa lo presentó como un uruguayo que canta tangos con voz de guapo. Sosa se preguntó de dónde había sacado lo del tono de guapo, si nunca lo había escuchado cantar.

Oscurecía cuando dejaron Barracas y apuntaron con dirección al centro. Pasaron por Constitución, anduvieron por Balvanera y Once, tomaron Corrientes y en alguna esquina dobló a la izquierda para mostrarle la casa donde había vivido Carlos Gardel. Ya era noche cerrada cuando pararon en un bodegón cerca del Bajo y él invitó a comer un puchero de gallina acompañado de vino tinto.

El tipo hablaba poco, pero lo suficiente como para informarle de los secretos recorridos de la ciudad nocturna. Eran informaciones parcas, precisas y despojadas de cualquier connotación retórica. No era un guía turístico -dirá Sosa muchos años después- era un porteño mostrando la ciudad a un visitante que decía cantar tangos.

La noche la remataron en un cabaret de Leandro Alem. Allí el hombre le presentó a otro cantor de tangos y a dos o tres mujeres que estaban haciendo las primeras copas de la jornada. Tomaron whisky en la barra y varias personas se acercaron al taxista para saludarlo, saludos que él respondía con una inclinación de la cabeza. No parecía un taxista -dirá Sosa- parecía un gran señor, uno de esos señores de la noche al que todos le rinden honores y reconocimientos. Una vez más fue presentado como cantor de tangos y, según Sosa, en ese cabaret de mala muerte, rodeado de putas viejas y veteranos, sin micrófono y con un vaso de whisky barato en la mano, cantó sus tres primeros tangos, el último acompañado por el anónimo cantor de tangos al cual nunca más volvió a ver.

Deben de haber sido las tres de la mañana cuando su inspirado guía decidió dejarlo en la pensión de Caballito. Sosa llegó esa noche con unas cuantas copas de más y, por supuesto, recibió los consabidos reproches de la patrona, una uruguaya amiga de su tía, que lo esperaba a la tarde y que ya estaba a punto de hacer la denuncia a la policía. El taxista se despidió de él con un breve saludo y un ligero apretón de manos. Tan fuerte era la extrañeza de Sosa, que ni siquiera atinó a preguntarle el nombre.

Pasaron los años, el joven Venturini se transformó en Julio Sosa y luego en el Varón del Tango. A principios de la década del sesenta llegó a ser el cantor más popular de Buenos Aires, el hombre que revitalizó al tango en una etapa de decadencia. Radio, televisión, espectáculos nocturnos, contaban con el tono de su voz y su pinta ganadora. Sin embargo, con frecuencia Sosa se acordaba de aquel taxista que lo recibió en la ciudad y le hizo conocer los laberintos secretos de Buenos Aires.

Intentó reconstruir aquella noche y más de una vez pasó por donde creía recordar que habían estado juntos, pero todo fue en vano: o la memoria le fallaba o los locales habían cerrado y nadie sabía nada de ellos. Cada vez que viajaba con el auto, miraba a los taxistas para ver si reconocía a ese flaco alto, algo desgarbado, impenitente fumador y tomador de whisky, que hablaba poco, manejaba un taxi y gustaba de los tangos. Una vez, en uno de los programas televisivos de más rating, contó esta historia y después de dedicarle un tango a los tacheros solicitó al público que le dieran los datos para encontrarlo, porque él quería devolverle sus gentilezas, compartir una cerveza, un vino y, por qué no, algunos tangos.

Nunca volvió a tener noticias de él. Una noche de copas, un amigo le preguntó por ese hombre y él se puso serio, apoyó el vaso de vino en la mesa y después de un breve silencio, contestó que en realidad el hombre que lo había esperado en el puerto esa tarde de otoño nunca había existido, que era un fantasma o un duende, el duende de la ciudad que lo recibió disfrazado de taxista.

Verdadera o no, ésa es la historia. Los detalles pueden haber variado, pero en lo fundamental estos son los hechos. Más difícil de creer es la versión divulgada por uno de los amigos que lo acompañaba a Sosa aquella fatídica noche de noviembre de 1964. Habían salido de la radio y pensaban cenar en un boliche de Palermo cuando de pronto Sosa se lanzó como un bólido detrás de un taxi. Fue una carrera de locos que incluyó chocar contra un kiosco de diarios y llevarse por delante un cordón. A esa altura del partido, los amigos se fueron bajando del auto asustados. Solo, continuó por Figueroa Alcorta hasta encontrar el semáforo fatal. Según sus amigos no estaba borracho, sino poseído por una imagen, la imagen que vio o le pareció ver entre el estrépito del tránsito, de un taxi manejado por un flaco de mejillas hundidas, labios finos y peinado a la gomina.