Crónica política

Horda

modernidad001.jpg

por Rogelio Alaniz

[email protected]

“Es fácil escribir recetas, pero entenderse con la gente es difícil”. Frank Kafka

Sesenta, setenta personas matan a golpes y patadas a un chico de dieciocho años. Era un ratero. Por lo menos eso es lo que aseguran los testigos.

Era un ratero, pero nadie, nadie, merece morir así, a patadas. Ni a una bestia cebada se la mata de esa manera. Robó o intentó robar una cartera. Lo despedazaron. La crónica habla de lesiones internas y pérdida de masa encefálica.

Las hordas no suelen ser delicadas. Están sedientas de sangre, no de piedad.

Del muerto sabemos que se llamaba David; de los asesinos no sabemos nada. El anonimato es el beneficio de la horda y la impunidad su privilegio exclusivo.

Linchan, ejecutan, levantan hogueras. Y después desaparecen. Dicen que hacen justicia, pero jamás dan la cara. Es probable que muchos de los que se sumaron a la ejecución de David sean vecinos respetables, padres de familia, devotos de alguna religión piadosa, personas amables y serviciales.

¿En qué momento se transformaron en monstruos? ¿En qué momento decidieron ensuciarse las manos con sangre? Imagino las objeciones: estamos cansados de los ladrones; estamos hartos de que entren por una puerta y salgan por la otra. ¡Basta de defender los derechos humanos de los delincuentes! Imagino estas objeciones, las entiendo y hasta las puedo compartir. ¿Pero, cómo se da el pasaje de la indignación o el miedo al acto criminal? Porque, que quede claro: la horda que mató a David a patadas es una horda criminal y los que se sumaron a ese acto son asesinos. Lo dicen los códigos de cualquier país civilizado, pero también lo dice el más elemental sentido común. Un defensor de la ley del Talión condenaría este crimen por desproporcionado. En Sumeria, Babilonia, Egipto, es decir, en civilizaciones que existieron hace cinco mil años, este comportamiento sería condenado. Todo se puede entender: la indignación, el miedo, la impotencia. Todo. Pero nada justifica que en nombre de esos sentimientos se despedace a una persona.

Decía que una horda es algo así como una sociedad anónima. Nadie sabe muy bien quiénes la integran y nadie se hace responsable de lo que hace. Ahora bien, ¿qué pasa por el corazón de una persona que decide sumarse a una carnicería? ¿Qué ocurre con ese tipo que dice actuar en nombre de la justicia, pero después es incapaz de dar la cara? Porque hasta ahora se sabe quién es el muerto, se sabe quién era su cómplice, se sabe el nombre de la chica que le robaron la cartera, pero lo que no se sabe son los nombres de los justicieros. Nadie dio la cara; nadie dijo: yo me hago cargo de esto.

La cobardía, el miedo es la contracara de estos supuestos valientes justicieros.

No sé nada del muerto ni viene al caso saberlo, porque lo más importante no es su nombre ni su oficio, sino cómo lo mataron. Nunca hay que olvidarlo: a la barbarie se la reconoce no porque mata, sino por cómo mata. David podría haber sido detenido, podría haber ido a la cárcel o a un reformatorio, podría haber recuperado la libertad y reincidir, pero esas vicisitudes de su vida son detalles al lado de la muerte que le infligieron una manga de cobardes.

Todos nos equivocamos en la vida. Algunos más, otros menos. Todos cometemos errores, pero todos merecemos una oportunidad. David no la tuvo. En el país que prohíbe la pena de muerte, él fue muerto a patadas, un recurso mucho más bárbaro e injusto que la silla eléctrica o la cámara de gas. Lo mataron sin reconocerle el derecho a la defensa. Para él no hubo alegatos, ni jueces ni fiscales. Mucho menos abogados defensores. Tampoco sentencia. La condena y la ejecución se cumplieron en un solo acto. Un ratero es un ratero, pero asesinado a patadas por una horda de energúmenos lo transforma en víctima.

Pregunto a los creyentes: ¿de qué lado hubiera estado Jesús? ¿Del lado de los pateadores y despedazadores o del lado del ladrón de dieciocho años? Pregunto a todos: ¿qué comportamiento le corresponde asumir a un hombre justo en estos casos? ¿Sumarse a la horda o tratar de detenerla? ¿Patear un cuerpo indefenso o protegerlo? ¿Qué significado tiene para una persona, en los tiempos que corren, palabras como clemencia, perdón o piedad?

Lo asesinos no respetaron nada, ni siquiera la ley de la calle. “Al que está tirado en el suelo no se le patea la cabeza”, me decía un guapo de la noche que, por esas cosas de la vida, alguna vez llegamos a ser amigos. La violencia existe y los violentos existen. Pero lo que diferencia a un violento de una bestia son las normas que uno se impone y el otro desconoce.

¿A qué normas, a que códigos, a qué ley de la calle responden los carniceros de barrio Azcuénaga?

Los héroes de la literatura y del cine, los que defienden el bien contra el mal, la justicia contra la injusticia, la virtud contra el vicio, son héroes porque asumen causas justas y se hacen cargo de sus actos. Matan o mueren. A veces en un mano a mano, o solos contra muchos. No estoy hablando de literatura, estoy hablando de ética. Los autores de novelas o los directores de películas saben que al mal se lo combate con armas justas y con conductas nobles. Exactamente lo opuesto a la horda.

En “A la hora señalada”, Gary Cooper enfrenta en absoluta soledad a los asesinos. Esa soledad es virtuosa, es la soledad de un hombre valiente. Recurrió al pueblo para pedir ayuda y le dieron la espalda. Ellos son los mismos que después piden horca y levantan hogueras. Son los ancestros de los asesinos de David. Jamás dan la cara, jamás se juegan, jamás pelean de frente. Sesenta contra uno. Esa es la proporción ideal de estos caballeros, ese es el piso ético y moral de los señores.

Como los sicarios de la dictadura militar: matan y no firman. Los malevos de Borges no vacilan. Matan y mueren sin miedo y sin culpas. Pero jamás se permiten una puñalada por la espalda y mucho menos tender emboscadas a un hombre. Silenciosos, discretos, solitarios, ajustan cuentas de frente y sin pedir ni sacar ventajas. Son hombres que se pueden permitir matar, pero respetan las reglas. Tienen códigos que a su manera contienen una ética.

¿Qué reglas, qué normas acataron los asesinos de David? Según los testigos fueron cincuenta o sesenta personas. Ni uno de ellos, ni uno solo, ha tenido el coraje de presentarse y decir: “Yo fui”, “Yo me hago cargo”. Nada. En estos momentos deben estar escondidos, algunos muertos de miedo, otros jactándose en voz baja de la hazaña cometida.

Mike Hammer es un detective brutal y reaccionario. Violento, irascible, no cree en el perdón ni en la piedad. A los delincuentes se los mata, dice, pero se los mata de frente. Mike Hammer, ícono de todos los amigos de la mano dura, tiene sus propios códigos y sus propios límites. Es incorruptible e insobornable. Nunca da ventajas, pero nunca saca ventajas. Además, enfrenta a asesinos despiadados. Él sólo contra todos. No mata rateros. Mucho menos se suma a la horda.

Lo demás lo entiendo. La inseguridad en la Argentina hace rato que dejó de ser una sensación para transformarse en una realidad cotidiana. Entiendo el miedo, la indignación, la impotencia. Pero nada justifica a la horda. Nada justifica que nos transformemos en horda. Defiendo las garantías porque creo que sin ella volvemos a la ley de la selva y -ya se sabe- en la ley de la selva el que gana es el animal más feroz. Defiendo las garantías, pero no soy garantista. Creo que las garantías jurídicas son necesarias, pero no soy estúpido ni vivo en una burbuja. Creo que los delincuentes deben estar entre rejas y creo que en muchos casos es legítima la violencia. El Estado de Derecho no es un lujo, es una necesidad para una sociedad libre. Y si no funciona hay que hacerlo funcionar. Lo que no podemos permitirnos es retornar a los tiempos del garrote y el taparrabos. Lo siento por algunos, pero entre la civilización y la barbarie, una vez más elijo la civilización.