Lucidez dislocada

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Por Raúl Fedele

“Payasadas”, de Kurt Vonnegut. Traducción de Carlos Gardini. La Bestia Equilátera. Buenos Aires, 2014.

Con hipo senil escritural (“Hi ho”) el viejo que durante sus primeros quince años fingió ser retardado y después fue multimillonario, pediatra, senador y presidente de los Estados Unidos, escribe su autobiografía. El resultado es, precisamente, esta loca novela, Payasadas.

Al autobiografiado en cuestión le ha tocado vivir un momento muy especial del mundo. Se han agotado los combustibles fósiles; el cielo está amarillo por el gas de los aerosoles; el peso de la gravedad varía ostensiblemente; miles de millones de seres han sido diezmados por la gripe y la peste... Y encima los chinos han logrado disminuirse de tamaño hasta la invisibilidad para adueñarse del universo.

Este viejo tenía una hermana muy querida, los dos neandertaloides, desmedidamente altos y feos, con seis dedos en cada pie y mano, y los dos con dos tetillas de más. Para pasarla bien, durante quince años lograron fingir una idiotez completa. La verdad es que eran inteligentes y eruditos. Y cuando sus cabezas se tocaban, geniales.

Todo bien hasta que una eminente psicóloga, uno de los retratos más memorables de esta desopilante novela, debe testear a los hermanitos. La mujer está tan envenenada por el resentimiento y la envidia que no nota lo enormes y feos que son sus pacientes: “Para ella éramos sólo dos chicos ricos y malcriados”. Cuando finalmente uno de los hermanos le pregunta por qué está tan enojada, contesta: “No estoy enojada. Sería muy poco profesional de mi parte enojarme por nada. Sin embargo, aclaremos que pedir a una persona de mi calibre que venga a este paraje remoto para encargarse personalmente de los tests de un par de chiquilines es como pedirle a Mozart que afine un piano. Es como pedirle a Albert Einstein que revise una cuenta bancaria”. El resultado es que esta psicóloga decide que hay que separar a los hermanos, y como los jóvenes geniales han dividido sus capacidades, y como él sabe leer y escribir y ella no, la psicóloga decide que hay que internar a la chica en una institución para débiles mentales y a él tratar de educarlo un poco, ya que hay motivos “para creer que podría ser asistente en una estación de servicio o una escuela de aldea”.

Una narración y un humor dislocado recorren estas y la mayoría de las páginas de Vonnegut, y sin embargo -y éste es el don que no saben remedar sus voluntarios o inconscientes emuladores, incluidos los argentinos- es lo entretenida y seductora que se presenta su lectura. Un humor pesado, negro (como el chiste de Mark Twain que el autor nos cuenta que hace reír a él y a su hermano mientras esperan el avión que los lleve a un velorio. Twain había asistido a una ópera en Italia y dijo que no había oído nada parecido “desde que se incendió el orfanato”), un sarcasmo que acompaña de maravillas al mundo espantoso soñado por un lúcido pesimista.

Considerado durante décadas, junto a autores ya olvidados, un representante de la literatura posmoderna, Vonnegut, fallecido en 2007, se actualiza cada día con más gracia, como lo demuestra esta novela que, como confiesa en el prólogo, tituló Payasadas, porque versa sobre la poesía grotesca de ciertas situaciones, como las viejas películas del cine cómico mudo (slapstick), más precisamente las de Laurel y Hardy. Hi ho.

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