Las funciones de la inteligencia argentina

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En vez de prevenir al narcotráfico o al terrorismo, los servicios de inteligencia espían a los ciudadanos para vigilar, amedrentar, escrachar o perseguir con el fisco a jueces, líderes de la oposición o periodistas, los tres blancos favoritos. En la foto: un escrache a un comercio porteño. Foto: Archivo El Litoral

 

Por Sofía Terrile

(EFE)

“¿Pero ustedes no le revisan el Facebook a los empleados que van a tomar?”. Ésa fue la pregunta de la ministra de Industria de Argentina, Débora Giorgi, en una reunión con empresarios, que recoge Claudio Savoia en el inicio de su libro Espiados, que desnuda los secretos de la inteligencia en el país.

Para el editor de Política y Judiciales del diario Clarín, la pregunta de Giorgi resume la forma de concebir el aparato de inteligencia que tiene el gobierno argentino: espiar, controlar y, eventualmente, escrachar, filosofía en la que indaga en su primer libro, recién publicado.

Desde que fue institucionalizada en 1946 con la creación de la Coordinación de Informaciones de Estado (Cide), la inteligencia argentina fue utilizada políticamente por todos los gobiernos, constitucionales y de facto.

Para Savoia, el uso que le da el kirchnerismo consiste en “el escrache del Estado”, y, recuerda una cadena nacional en la que la presidente, Cristina Fernández, cuestionó la declaración fiscal de un empleado de una inmobiliaria que el día anterior había dicho a un diario local que se vendían menos propiedades por las trabas a la compra de dólares.

El periodista habla de un sistema de espionaje “con varios caminos”, que tiene una base de 5.000 personas que integran los distintos organismos de inteligencia, como los servicios secretos o los aparatos de las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad.

“Estos organismos específicos deberían trabajar para prevenir delitos complejos como el narcotráfico o el terrorismo, pero terminan funcionando como ejecutores de órdenes del poder político, para vigilar y amedrentar a jueces, líderes de la oposición o periodistas, los tres blancos favoritos”, explica Savoia.

En segundo lugar, detalla el autor, existe un sistema de organismos que no fueron concebidos para cumplir funciones de espionaje, pero contribuyen a este fin, como el fisco argentino. Savoia se detiene en un dato que él considera “más preocupante”: la creación en 1998, bajo la presidencia de Carlos Menem, del Sistema de Identificación Nacional Tributario y Social (Sintys), un programa gubernamental que tiene actualmente alrededor de 1.700 bases de datos de entidades del Estado, a las que pueden acceder aquellos organismos que cedan su información.

El gobierno argentino maneja millones de datos de todos los ciudadanos del país y Savoia asegura que lo hacen “simplemente porque pueden, porque hay tiempo, dinero y voluntad”, y que eventualmente “podrían usarlo con cualquier objetivo, como una intervención electoral”.

La muerte, en circunstancias aún sin aclarar, del fiscal Alberto Nisman el pasado enero puso en el ojo del huracán a los servicios de inteligencia, con los que el fallecido colaboró en la investigación del atentado contra la mutualista judía Amia. El gobierno sostuvo que la muerte de Nisman se enmarcó en una operación de desestabilización de agentes secretos desplazados de sus cargos el pasado diciembre y decidió reemplazar la Secretaría de Inteligencia (SI) por una nueva Agencia Federal de Inteligencia (AFI).

El escritor asocia el viraje en la dirección del aparato de inteligencia a un “cambio en las relaciones” entre el ex jefe de operaciones de la SI, el espía Jaime Stiuso, y el kirchnerismo. A su juicio, el año electoral en curso abre una oportunidad para instalar el tema del espionaje en la agenda pública e insta a los candidatos a pronunciarse sobre qué piensan hacer al respecto. Principalmente, cree que “los argentinos tendrían que tomar conciencia de que lo que sucede no es normal”, y que “no sucede en cualquier país del mundo sin tanta impunidad”.