Sociedad ilimitada con el demonio

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Fotograma de “Fausto” (1926), de F.W. Murnau.

 

Por Julio Anselmi

“Fausto”, de Johann Wolfgang von Goethe. Traducción, introducción y notas de Miguel Vedda. Colihue. Buenos Aires, 2015.

Al parecer, el personaje tuvo existencia histórica, entre finales del siglo XV y principios del XVI: un sabio hechicero que habría convocado y pactado con el demonio, conquistando poderes extraordinarios. A pesar de que se conocían antecedentes legendarios desde la antigüedad, fue a partir de entonces que el tema del sabio nigromante y su contrato maldito adquirieron un incesante interés. En el Renacimiento el personaje adquirió nombre, identificado por algunos historiadores como Juan Fausto, colega de Gutenberg en la invención de la imprenta. La literatura había registrado numerosas versiones del suceso, con por lo menos una obra maestra, la del isabelino Christopher Marlowe, que Goethe habría visto representar en teatro de marionetas y leído tardíamente.

En el Fausto de Goethe, como en el Libro de Job, Fausto “es entregado de Dios al demonio, a petición suya, no para que le mate sino para que le tiente y azote” (especifica Fray Luis de León en su Exposición del Libro de Job). A diferencia de Job, que un hombre sencillo, recto y temeroso de Dios, Fausto es lo que hoy llamamos un “intelectual”, una persona que había buscado un conocimiento que apagase su desasosiego y que, desencantado, se había finalmente apartado de los círculos académicos y escolásticos. Así lo declama la enérgica apertura en boca del mismo Fausto: “Filosofía, /derecho, medicina, / y, por desgracia, también teología / he estudiado a fondo, ¡ay! con ardiente empeño. ¡Y aquí estoy, pobre tonto! / y soy tan sabio como antes; / me llaman magíster, e incluso doctor, / y ya van para diez años / que hacia arriba y hacia abajo, y a diestro y siniestro / llevo de la nariz a mis discípulos... / ¡Y veo que no podemos saber nada! / Esto casi me consume el corazón”.

A pesar de su escepticismo, Fausto sigue buscando, pero, como lo describe el demonio a Dios: “El insensato no bebe ni come nada terrenal. / La fermentación lo impulsa hacia la lejanía; / él es consciente sólo a medias de su locura; demanda al cielo las estrellas más hermosas / y a la Tierra, todos los placeres supremos; / ningún objeto próximo o lejano / consigue satisfacer su pecho hondamente conmovido”.

Fausto es el Goethe de Poesía y verdad, que reniega del arte formalista, de las reglas fijadas como cadenas y aspira a un arte en el que “se acuña una forma que viviendo se despliega”. Para Fausto, será sin embargo el decepcionado afán de conocimiento el que lo salvará finalmente. Ya Dios, en el diálogo inicial con el demonio, replica: “El hombre yerra en tanto se esfuerza”, y también: “Un hombre bueno, en su aspiración oscura, sigue teniendo conciencia acerca del buen camino”.

La gran diferencia, de todos modos, con el libro de La Biblia estriba en la concepción del demonio. Mefistófeles es en el Fausto quien opone el materialismo y la sensualidad al idealismo; ya no quien representa el puro mal sino quien afirma el sinsentido de la existencia del hombre y el mundo, el encargado de “rebajar las aspiraciones humanas a la satisfacción de un instinto toscamente material”, en el negador de lo que finalmente conseguirá la redención de Fausto: el amor y la gracia divina.

Contrario al racionalismo y a la Revolución Francesa (aunque admirador de Napoleón) Goethe fue leído con veneración por el romanticismo alemán, que lo consideró su maestro, ensalzado después por el nacionalismo alemán (por su adhesión a lo popular, lo mitológico y lo esotérico), elogiado también por la crítica marxista como el intermediario entre el iluminismo y el socialismo. ¿Es posible hoy una lectura apasionada de esta versión del siglo XVIII del Libro de Job (en la primera parte) y del maëlstrom de alusiones clásicas, alegóricas, épicas y simbólicas (en la segunda parte)?

En la recomendable edición anotada del Fausto que acaba de publicar Colihue, Miguel Vedda nos señala las coincidencias del Fausto con la gran literatura de ruptura moderna, especialmente en los “motivos progresivos” de la acción y los “regresivos” que alejan la acción del final; en efecto, en la segunda parte una eclosión de materiales heterogéneos y distintos recursos estilísticos impiden que la obra se presente como cerrada y completa. Ese carácter inconcluso y fragmentario no se presenta como un fracaso sino como una apertura a una nueva concepción de la literatura, y Vedda cita a la Recherche proustiana, las novelas de Kafka o a Musil. “Una asociación acaso mayor en el Fausto puede despertar aquellas obras que han nacido de la confluencia entre el propósito obsesivo de elaborar cada parte individual y el imposible (y no menos obsesivo) empeño en edificar, a partir de los fragmentos, un todo. El ejemplo característico de semejante confluencia podría ser el Ulises de Joyce”.