Más allá de la ciencia

El tilo, el lustramuebles y las calabazas en almíbar

Por María del Pilar Barenghi (*)

Desconocemos si la ciencia se ha ocupado de ella o si existen testimonios válidos que nos respalden. No obstante, nada de eso importa porque estamos seguros de su existencia y, más aún, de sus efectos. De modo que hasta el fin de nuestros días seguiremos apostando a su influencia. Y si la eternidad nos fuera accesible, lo seguiríamos haciendo desde sus dominios.

Hablamos de la memoria del olfato. O para equilibrar prioridades, del olfato de la memoria. Preguntas necesarias: ¿nunca les ha ocurrido estar a la espera del colectivo en una esquina casual cuando, sin aviso, un perfume innominado se deslizó desde alguna ventana, se unió al del tilo florecido y, desde una panadería cercana, oleadas de pan recién horneado invadieron la calle? ¿Qué poder oculto tenía esa síntesis de olores para que en un instante inasible, aquel aroma vago pero complejo y potente, nos llevara hacia atrás en el tiempo y en el espacio? ¿Cómo relatar la vivencia luego, y afirmar que esa mixtura de fragancias nos trasladó a una ciudad, que no era ésta en la que ahora vivimos, sino a otra que conocimos de niños, en un febrero remoto, durante nuestras primeras vacaciones de verano? ¿De qué manera podríamos demostrar que así olía la ciudad del pasado, inmutable en nuestra vivencia, protegida por el salvoconducto de la niñez? ¿Cómo explicar que en ese momento, esperando el colectivo, reapareciera en nuestras vidas, fugaz como una centella, aquel aroma perdido, tan sólo por la coincidencia de ventana, tilo y pan?

¿O con qué datos concretos lograríamos describir aquel olor que saturó el patio de la escuela, durante un recreo de tercer grado, mientras la portera limpiaba las vitrinas de la vice-dirección, y la señorita Isabel, en la salita de la Cruz Roja, curaba la rodilla de Carlitos, el peor de la clase, que se había estrellado contra el piso del patio? ¿Fue el lustramuebles de la portera, el desinfectante para el compañerito díscolo, la influencia de pizarrón y tiza de las aulas, lo que determinó ese aroma acre, pero efímero, que se instaló en nuestro recuerdo y le dio para siempre un sello irrefutable a la escuela primaria? ¿O la cercanía de calabazas en almíbar, el vaho de sábanas recién planchadas y el sol de julio desafiando el invierno, no configuraron acaso, en su momento, lo que recordamos como “olor a la casa de la abuela”?

Deberíamos tomar precauciones. Porque ese perfume forastero y atemporal, nos embiste en el momento menos esperado. Procede como un salteador de caminos que se atrinchera a la espera del desprevenido viajero. No se insinúa, no anticipa, no se muestra. Y corremos serio riesgo, porque seduce y enamora, mientras nuestras defensas están aún aletargadas. Puede interceptarnos en el cruce de un semáforo, a la salida del teatro, cuando estamos por dormir o declarando ante el tribunal. Nos acorrala con su hechizo, nos esclaviza y luego se repliega para volver a ser pasado. Permanecemos, entonces, aletargados en un pliegue del tiempo, implorando que no se esfume o que regrese. Y es entonces cuando somos rescatados por el bocinazo del auto de alta gama que avisa que tenemos luz verde o del señor juez que insiste en que respondamos a la pregunta que ya ni recordamos.

Indiferente a la ciencia y su método, el olfato de la memoria viaja por el cosmos provocando cataclismos íntimos. Unos los padecen, otros los disfrutan. Algunos no llegan a percibirlos. Con brutal habilidad, se reserva el privilegio de acorralarnos en la paradoja de viajar en el tiempo sin boleto ni pasaporte. Se vale del espacio pero tan sólo como secuaz de su propósito. Parados sobre una baldosa, nos damos cuenta de que en ese brevísimo lapso hemos perdido el futuro, porque pasado y presente han bloqueado toda expectativa de un tal vez mañana.

El olfato de la memoria. O la memoria del olfato. Menuda tarea enfrentar este binomio desde nuestro limitado transcurrir, tan demandante de certezas y demostraciones. Tal vez lo más indicado sea dejarse llevar, abandonarse a su autoridad, claudicar frente a su poder. Si se verifica una teoría que lo justifique o lo refute, no modificaremos nuestro parecer. Porque está en nosotros. Y con nosotros. Seguramente, hasta la eternidad.

(*) Escritora, bibliotecóloga, diplomada en Humanidades (UNL)

Indiferente a la ciencia y su método, el olfato de la memoria viaja por el cosmos provocando cataclismos íntimos. Unos los padecen, otros los disfrutan. Algunos no llegan a percibirlos.