Sobre el Día Internacional de la Alimentación

De sociedades opulentas, cuerpos gordos y una delgada capa de ozono

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La culpa es de quien da de comer, así que nuestras preferencias y consumos alimentarios tienen un poder, la “demanda del consumidor” que debe ser re-aprendida. Foto: archivo el litoral

 

Por María Celeste Nessier (*)

Es evidente que están pasando cosas en la distribución de alimentos. No todos tienen comida, muchos de los que la tienen no la tienen en calidad, y por el camino el sistema productivo va dejando desperdicios (hay “muchos algunos” que no cierran bien el chorro). El trayecto comprendido entre el campo y la mesa asemeja a la figura de un reloj de arena, en el medio, unos pocos concentran la distribución de los productos. Es decir, una minoría define las condiciones del juego y las consecuencias las padecemos todos. Por múltiples razones, la cocina que tenemos no es soberana.

Ya hace tiempo que el debate sobre nuestro sistema alimentario está instalado. El que tenemos no está funcionando. Las góndolas están atiborradas de calorías baratas. El paisaje rural es uniforme, en el campo intentan coexistir campesinos de subsistencia, rehenes de especuladores empresarios. Mientras tanto, los changuitos reflejan una deslocalización de los productos alimentarios y nosotros respondemos obedientemente camino a la meca del consumo que lejos está de los ritmos y frutos naturales. La letra chica de lo que comemos habla de un sistema de explotación, de agricultores empobrecidos, de cultivos para combustibles y de una aniquilación insonora de comunidades.

Excesos en el cuerpo excesos en el aire. Exceso de dióxido de carbono. Las consecuencias de una sociedad hambrienta por la productividad la tenemos arriba de nuestra cabeza y debajo de nuestros pies. La capa de ozono está rajada y la tierra corroída. El sistema de producción intensivista dejó en terapia intensiva a los recursos finitos del planeta. Para satisfacer la demanda actual de consumo y bienestar se necesitan lo que producirían dos planetas y medio, es decir la hipoteca ya está contraída. La agricultura industrializada utiliza un 70% del agua dulce bombeada en todo el mundo, compitiendo con el uso doméstico del agua como bebida, alimentación e higiene. Los desastres naturales son cada vez más frecuentes, la polarización del clima repercute en los cultivos, en la disponibilidad de alimentos y hasta con la vida de miles de personas y fuerza la migración.

No es sólo un problema económico y social, sino que es también es un problema ético. Tenemos un apetito de consumo insaciable y cuanto más consumimos más tiramos. El consumo nos consume. En el campo, en la industria, en el supermercado y en casa se desperdician diariamente alimentos, en cantidades preocupantes. Los alimentos se desperdician a lo largo de toda la cadena agroalimentaria. Cifras oficiales de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) alertan que en el mundo cada año una tercera parte de los alimentos producidos (1.300 millones de toneladas) se tiran o se pierden.

Hay un problema de excesos en el plato. Nunca antes en el mundo habitaron más gordos que flacos. El exceso de peso en el mundo en los últimos 40 años se incrementó 500 veces y en Argentina entre 2005 y 2013 aumentó un 42,5%.

Cada 16 de octubre (FAO) celebra el Día Mundial de la Alimentación, como un llamado a la reflexión que garantice la seguridad alimentaria. En cada oportunidad fija un lema y el de este año nos convoca a pensar que la forma en que se producen nuestros alimentos tienen consecuencias que trascienden el cuerpo y repercuten en el ecosistema. “El clima está cambiando, la alimentación y la agricultura también”.

Producir, alimentarnos y tener un estilo de vida sustentable son los remedios a estos “empachos”. Las iniciativas de consumo de proximidad están aflorando en el Viejo Mundo como bastiones de prácticas de consumo ambientalmente responsables. Son propuestas de contracara de las ridículas reglas de un sistema alimentario que hace que la materia producida regrese al mismo sitio empaquetada y a un costo 200 veces mayor del que recibió el productor -y tras un recorrido kilométrico en su haber-. “Compra barato-vende caro” es el lema de un modelo, cuyo derrame resultó novelesco.

Reconozcamos que no todos tenemos huerta ni tiempo para producir nuestros alimentos de manera autónoma, pero al menos deberíamos hacer el intento de reflexionar sobre los espacios y modos donde los adquirimos. Priorizar las compras provenientes de la agricultura familiar, de iniciativas locales, de redes de economía solidaria, podrán entonces reconfigurar el sistema alimentario y nuestros modos de relacionarnos que el “hecho de comer” conlleva. Lo que se produce localmente no se agota en el paradójico tomate que sabe distinto, sino que gesta un vínculo con el productor, una sensación gustativa plena. Precisamos consumos transparentes, sustentables y socialmente dignos.

Podemos encontrar en los principios de la economía solidaria las pistas para llevar este debate a un punto de partida que movilice nuevas prácticas de consumo: equidad, sustentabilidad ambiental, cooperación, compromiso con el entorno, comercio justo y sin fines de lucro. Podemos y debemos involucrarnos, porque necesitamos reconfigurarlo. La culpa es de quien da de comer, así que nuestras preferencias y consumos alimentarios tienen un poder, la “demanda del consumidor” que debe ser re-aprendida.

Todos tenemos que aprender a comer. Necesitamos respuestas colectivas y solidarias a problemas que se nos imponen como individuales y que llevan a un angustiante aislamiento social de dietas y gimnasios. Aprender a comer con las estaciones, a diversificar el estándar del paladar, ejercitar la soberanía sobre nuestros gustos, lidiar con la arquitectura de la vida moderna que nos ha llevado a delegar la olla en la industria o el delivery, y alcanzar el desafío de cultivar agroecológicamente.

Saquemos los ojos del ombligo y la próxima vez que nos prendamos el botón del pantalón recordemos que alimentarnos no es un tema personal, debe ser un problema de los pueblos.

(*) Coordinadora de la Licenciatura en Nutrición de la Universidad Católica de Santa Fe.

No es sólo un problema económico y social, sino que es también un problema ético, tenemos un apetito de consumo insaciable y cuanto más consumimos más tiramos. El consumo nos consume.