La política en foco

Los post millennials nacidos y criados en la violencia

Los Funes y los Caminos se cruzan en una zona donde el Estado está ausente desde hace varios años.

Germán de los Santos

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Son dos pandillas de jóvenes que no pasan los 20 años, pero que cargan sobre sus espaldas con muchas muertes. Son los Funes y los Caminos, miembros de una generación post millennials, de pibes nacidos y criados en una violencia extrema, atravesada por el consumo y venta de droga, en un barrio donde sólo con ver el color de sus paredes se sabe quién manda desde hace 30 años: la barra de Newell’s. El Estado prefirió casi no meterse en ese laberinto. La seccional 11, que tiene jurisdicción en la zona, estuvo alquilada durante años por los Caminos.

El clisé de cargar las responsabilidades en la década “neoliberal” de los 90 ya no corre. Esta nueva generación de delincuentes muy jóvenes y violentos tiene otra matriz que sus antecesores. No vivieron en la pobreza, ni la marginación. Andaban con las armas y los autos de alta gama de sus padres. La herencia generacional era seguir siendo el más malo del barrio. Y nadie cortó el hilo de la historia. Lautaro Funes, el hermano de Alan, declaró en la Justicia que a los 12 años el otro clan, que después fue rival de ellos, les exigía ser sus sicarios. Eso ocurrió en 2012.

La generación anterior, la de los padres de Alan Funes y Alexis Caminos, era gente pesada. Jorge Funes era un pirata del asfalto y ladrón de “caño”, que como muchos en esta geografía del delito se tentó con la expansión de la frontera de las drogas.

Jorge vivía en el barrio Municipal y era, junto con su familia, amigo del hombre fuerte que dominaba la zona, Roberto Pimpi Caminos, el histórico líder de la barra brava de Newell’s que subsistió como “pata de plomo” los 14 años de reinado del presidente leproso Eduardo José López, procesado en 2016, siete años después de que comenzara la investigación judicial, por administración fraudulenta.

Los post millennials Funes y Caminos se criaron a pocos metros de la comisaría Nº 11, que estaba alquilada por Pimpi, que llegó a instalar una especie de puesto de guardia que manejaba su hermano en calle Alice, donde construyó un santuario del Gauchito Gil, frente a la escuela Lola Mora, donde sus hijos se educaron y cuando crecieron los directivos tuvieron que impedir que los alumnos salieran al recreo por las balas que cruzaban la calle.

La silueta del Gauchito Gil estaba tatuada en la panza de Pimpi. Una de las balas que lo mató en 2010, en la puerta del bar Ezeiza, lo atravesó muy cerca del santo pagano que no lo salvó. Dos años antes, Pimpi se había transformado en un dolor de cabeza para el gobierno de Antonio Bonfatti. En ese momento empezó a entrar en conflicto esa mezcla indisoluble de drogas y barras. Pimpi estuvo semanas prófugo tras intentar tomar el club después de la caída de López, y la policía decía que no lo podía atrapar hasta que pactaron una entrega en la plaza Misserere del barrio de Once, en territorio neutral de Capital Federal.

El que disparó contra Pimpi fue René Ungaro, otro hombre que tiene un historial interminable de una mezcla de narco y ladrón, que dominó sectores importantes de La Tablada, en el sur de Rosario. Cuando los post millennials se pelearon y empezaron a discutir a balazos y con muertos (muchos de ellos que nada tenían que ver con esta trama de violencia), los Funes buscaron refugio en la gente de Ungaro. La sangre fluyó con mayor vértigo: más de 30 homicidios en 20 meses en un radio de 15 cuadras.

Durante años ni siquiera el camión de recolección de residuos entraba al Fonavi de barrio Municipal, delimitado por las pintadas de uno y otro bando, teñido de rojo y negro. Una vecina que vive en esa cuadra sube la música cuando empiezan los tiroteos nocturnos. Es lo único que puede hacer para no escuchar esa cruda realidad de la calle.