Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
La Señora ha decidido transformar a la Casa Rosada en una Unidad Básica nacional y popular. Desde allí insulta y agravia a disidentes y excita a seguidores. Que el peronismo considere que la Casa Rosada es una Unidad Básica no es nuevo, en todo caso lo que la presidente hace es reactualizar viejos pergaminos. Y los reactualiza como mejor lo sabe hacer: con discursos incendiarios como el de ayer, no muy diferentes a los que Juan Domingo pronunciaba desde su balcón convocando a colgar a los opositores, alentando el incendio de las iglesias católicas y los locales partidarios de los disidentes.
Sesenta años después de aquellos lamentables episodios, se suponía que algo habíamos aprendido. La Señora nos viene a confirmar con sus actos que el peronismo -por lo menos, su versión del peronismo- es idéntico a sí mismo, que sus pulsiones totalitarias se mantienen intactas y que liberado a sus propias energías destruye, divide y alienta el odio. Para cumplir con esos afanes la Señora no necesita de Chávez, le alcanza y le sobra con las enseñanzas de sus jefes espirituales y políticos.
La Señora concluye su mandato dentro de unos meses. Lo siento por ella, pero así son las cosas. No sé cómo resolverá la entrega del poder, un gesto difícil de imaginar en una mujer que con sus actos, sus gestos y sus palabras nos dice a cada momento que ella ha llegado al poder para quedarse hasta el fin de los tiempos. El kirchnerismo empieza y concluye con ella. No deja herederos ni continuadores, porque, fiel a su estilo, su versión del poder siempre fue personal y familiar. Si el menemismo se agotó con Menem, el kichnerismo se agotará con Ella. De regreso al llano, los oportunistas que hoy la aplauden intentarán acomodarse con el nuevo monarca y las huestes juveniles devendrán en alborotadores o retornarán a los recitales de Callejeros o la Mona Jiménez de donde nunca deberían haberse retirado.
Al balance de la gestión K lo harán los historiadores, pero no sé si ellos podrán expresar en palabras el clima de odio y resentimiento que logró instalar en doce o trece años de poder; no sé si será posible recrear ese cotidiano de jolgorio, de farsa y de rencor que se expandió por la sociedad como una peste. ¿Cómo fue posible -se preguntarán las nuevas generaciones- que un vulgar puntero peronista y una señora con ínfulas hayan llegado a dominar a un país como la Argentina? Pregunta parecida, hace unos cuantos años, se hicieron los italianos y los alemanes, sin hallar al respecto una respuesta definitiva, una respuesta que por lo menos los conforme.
Si el propósito de la política es asegurar la convivencia social, si al objetivo de una república lo expresa con letra precisa el Preámbulo de la Constitución Nacional: “Asegurar la paz de todos los argentinos”, desde el poder, la Señora y su marido hicieron exactamente lo contrario: dividieron, hostigaron, sembraron cizaña y transformaron a los argentinos en enemigos de los argentinos. Ella y Él lo hicieron. Lo demás son detalles, minucias de la política.
El singular discurso brindado ayer por la Señora a los cuarenta millones de argentinos (una humorada impecable) fue la frutilla del postre. En estos temas, a la Señora hay que reconocerle que se supera día a día. Lo hace con esmero, con pasión y con un toque de sadismo y vulgaridad muy propio de ella. Los discursos de la presidente son pueriles, previsibles y torpes. Pero dañan. El odio daña y lo que ella instala desde el poder es odio, odio y miedo.
La presidente habla de muchas cosas, menos de lo que tiene que hablar. Un fiscal que la incriminaba murió, probablemente asesinado, pero sobre el tema ni una palabra, ni siquiera una mísera condolencia a los familiares. Su ministro de relaciones públicas, Jorge Capitanich, rompe un diario delante de los periodistas y otra vez el silencio. Sus servicios de inteligencia siguen operando en las sombras, pero ella mira para el otro lado. Viaja a China, se burla de sus anfitriones, manifiesta un asombro cholulo porque la reciben con flores y firma convenios y acuerdos que transformarían a Julito Argentino Roca en un nacionalista aguerrido y militante, pero también sobre estos temas pocas palabras, apenas las necesarias como para construir consignas tan livianas como mentirosas. De Lázaro Báez, Amado Boudou y de la fortuna acumulada en los últimos años desde el poder ni una palabra. Faltaba más. Ya lo dijo la Señora en su momento: para hacer política hace falta ser millonario. Ni Joaquín Anchorena lo hubiera expresado con tanta sinceridad.
La marcha organizada por los fiscales la puso fuera de sí. La prueba de su rencor es que no dijo una palabra sobre ella, aunque todo el discurso giró alrededor de lo que sus seguidores consideran una maniobra de desestabilización o un golpe de Estado “blando”, palabra apropiada para desde allí descalificar cualquier conducta opositora. ¡Maravillas de la retórica! Golpe de Estado “blando”, dicen los que todos los días con sus actos y sus palabras degradan el lenguaje, destruyen las instituciones y siembran la desconfianza, el resentimiento y el miedo.
Por supuesto que se entiende el enojo de la Señora. La marcha de los fiscales es en solidaridad con Nisman, el hombre que se animó a denunciarla a ella y a sus compinches. A decir verdad, ella no se equivoca cuando acusa a la marcha del 18 de febrero de política y opositora. Claro que lo es. Es política, porque toda movilización pública es política por definición. Y es opositora, porque está claro que si Nisman se hubiera suicidado nadie saldría a la calle a manifestar su solidaridad. En efecto, porque existe la sospecha firme de que Nisman fue asesinado a través de una orden emanada de alguna usina del poder oficial, es que los manifestantes, todos los manifestantes, saldrán a la calle antes de que sea tarde, o antes de que haya más muertos.
Y lo bien que hacen. A los gobiernos con ínfulas autoritarias, a los gobiernos que desde la democracia pretenden consolidar un régimen de dominación populista hay que ponerles límites: límites institucionales, a través de las leyes; límites políticos, a través de la oposición partidaria; límites sociales, ganando la calle, el escenario donde se suele jugar el poder en las situaciones críticas.
Los intelectuales K merecen un capítulo aparte, como en su momento lo merecieron los intelectuales que apoyaron a regímenes parecidos en Alemania, en Italia, o en Venezuela, para no irnos tan lejos. La primera pregunta a hacerles es la siguiente: ¿Defienden al régimen, defienden a la Señora o defienden sus puestos y sus beneficios que no son pocos ni modestos? Pregunta dos: La muerte de Nisman, ¿no les sugiere nada, no les despierta ninguna sospecha, no les hace un poco de “run run” en las orejitas? ¿O acaso lo único que se les ocurre es que Nisman es un pretexto para arruinar la exitosa temporada de vacaciones que disfrutábamos los argentinos? Nunca tantas lecturas produjeron tanto silencio, tanta obsecuencia, tanta necedad.
Para concluir con su arenga, la Señora dijo encarnar la alegría. Como dijera el amigo de mi tío: yo también estaría alegre, muy alegre, con la cuenta corriente acumulada durante todos estos años. Ella dijo encarnar la alegría como respuesta a una oposición que no atina a otra respuesta que las marchas del silencio. Para la Señora, el silencio es malo, es reprobable, un signo de impotencia y decadencia. ¿Qué pretende? ¿Más ruido, más violencia, más fracturas?
Por supuesto que el 18 de febrero todos los argentinos bien nacidos saldremos a la calle en silencio, como lo hicimos cuando fueron asesinados María Soledad Morales o José Luis Cabezas. Saldremos en silencio porque no hay nada que festejar y no hay motivos para estar alegres. Y -en definitiva- saldremos en silencio en solidaridad con ese hombre que el poder condenó al silencio eterno: Alberto Nisman.
Cristina no deja herederos ni continuadores, porque su versión del poder siempre fue personal y familiar.
Saldremos en silencio en solidaridad con ese hombre que el poder condenó al silencio eterno: Alberto Nisman.