Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
La cultura política argentina conduce en buena medida a alineaciones ideológicas donde se contradicen la izquierda (comunismo, socialismo, anarquismo, socialdemocracia) en sus formas más extremas o más moderadas, con la derecha (liberalismo, conservadorismo, nacionalismo) también en sus formas más extremas o más moderadas, traducidas en propuestas que asignan un rol más intenso al Estado en sus distintas formas o un rol más importante al mercado en sus distintas manifestaciones. Unas y otras construcciones aportan a un aglutinamiento de banderías que, si se comportan dogmáticamente como si fueran religiones, provocan una brecha política de difícil solución. La política, esencialmente, es discusión, debate, concesiones y acuerdos, en aras del encuentro de soluciones a una problemática común, que incluye miradas diferentes, pero que fracasa si no confluyen, porque no se resuelve. El dogmatismo puede ser válido en la ortodoxia religiosa, pero es anacrónico y perjudicial en la instancia política. La fe en Dios es absolutamente respetable en cualquiera de sus manifestaciones, pero elevar a dicha condición las postulaciones de la vida ciudadana entraña un retroceso, por lo menos en la cultura política de Occidente. Es que se negarían cientos de años de historia y, peor aún, se podría caer en fundamentalismos, que son letales para el pensamiento plural e independiente. Las contradicciones respecto de una mayor o menor intervención del Estado en la vida económica y social de las comunidades son la historia de las instituciones políticas. El marxismo, como ideología de fractura, apuró una transformación de los viejos conceptos, hacia una nueva vertiente ideológica estatista y comunizante. Frente a la amenaza comunista, que ganaba adeptos en los sectores populares, Otto Von Bismark, canciller alemán hacia finales del siglo XIX, promovió una legislación que consagraría beneficios sociales para la clase pasiva y los trabajadores, fundando el Estado de bienestar, cuya consolidación y crisis ocupó buena parte del siglo XX. Hacia fines también del siglo XIX, en los Estados Unidos de Norteamérica empezó a plantearse la sustitución de la confrontación ideológica entre liberalismo y comunismo por un enfoque práctico, que estructurara la acción gubernativa en torno de la conciliación de los “grupos de interés”. Esta propuesta correspondió al empresario y político Mark Hanna, quien inspiraría años más tarde a Roosevelt en el planteo del New Deal (nuevo acuerdo), con el que inició su gobierno en 1932 enfrentando los efectos de la Gran Depresión. Esta política dejó de lado las ideologías, planteando la integración en el gran proyecto político de los “grupos de interés”, o sea el agro, la industria, los trabajadores y los bancos, asignándole al Estado, como representante del “interés general”, el rol de arbitrar los conflictos entre intereses sectoriales y construir un nuevo marco político-económico mediante políticas activas que promovieran el desarrollo y crecimiento armónico de las distintas actividades. Y a ese fin, comprometía la activa gestión financiera del Estado, aún a costa de un fuerte déficit fiscal. Esta política, que abrevó inicialmente en Mark Hanna, se complementó con el pensamiento económico de John Maynard Keynes, quien contradiciendo la teoría económica neoclásica proyectó un cambio de paradigma para la economía en crisis. Incorporó el concepto de que la “producción es una función matemática del consumo”, a partir del cual, el empleo y el salario son esenciales para la superación de la crisis. En el New Deal, la “lucha de clases” propuesta por el marxismo, se transforma en una “alianza de clases”, para el desarrollo y el crecimiento, contribuyendo al bienestar general. Esta propuesta simbiótica, representada en nuestro ámbito por distintos proyectos políticos a lo largo de los años, se conoce como “desarrollismo”. Cuando vemos o leemos en los medios de comunicación atribuciones ideológicas a los gobernantes, es dable observar la ignorancia de unos o intencionalidad de otros, en orden a confundir a la gente con falsas antinomias. Así, la disyuntiva entre “más Estado” o “más mercado” en realidad es falsa, porque unos y otros se necesitan. Con matices, lo que sin duda prevalece es el sistema, como definición cultural, política, jurídica, económica y social de la comunidad nacional. Su contradicción absoluta es el cambio de sistema, que no es una cuestión de matices, sino una reforma institucional, ya sea por la vía constitucional democrática o la de la revolución autoritaria. Para terminar, puede decirse que la cultura de “la grieta” -que involucra una eventual propuesta de cambio de nuestro sistema institucional-, en la mayoría de los casos no quiere cambiar nada, siendo un mero posicionamiento de quienes han perdido el poder y pretenden estigmatizar a sus adversarios para recuperarlo. La invocación falsa de los paradigmas de la “revolución nacional y popular” adolece del vicio moral de muchos de sus protagonistas, que al amparo de esas generalizaciones, no hicieron más que llenarse los bolsillos en perjuicio de la gente y, en mayor medida, de los más necesitados.