Ignacio Andrés Amarillo
Ignacio Andrés Amarillo
Cuando “Frida, fugitiva y eterna” fue distinguida en la Bienal de Arte Joven por jurado y público, aun los que no la vieron (la mayoría, se agotaron las dos funciones con gente afuera) se dieron cuenta de que se trataba de un producto en serio. Y eso que en aquellas presentaciones la compañía Vendaval, dirigida por María Paz Meza, fue como el Barcelona sin Messi: no es un golpe a la coquetería de Juliana Ulla decir que no pudo participar de aquella etapa por una cuestión de edad (Marisú Rivera se hizo cargo del puesto). Ya sin restricciones, la versión que llegó a La Moreno el viernes pasado pudo contar con una de las figuras más experimentadas y solventes de la danza santafesina.
Meza logra en esta pieza un interesante ejercicio de síntesis: a partir de la figura de Frida Kahlo desarrollar en menos de 40 minutos una saga de adversidad, fulgor y ocaso, de dolor físico y amor esquivo. Y todo en imágenes de gran plasticidad, subsumiendo el virtuosismo al logro estético y al decir.
Una y muchas
El cuerpo, como elemento primero. El cuerpo roto de Frida, que cae y se levanta, que se marca en la interpretación de Ulla para volar, para ser. Para multiplicarse en varias Fridas (la idea del desdoblamiento en la danza viene cuando menos desde Pina Bausch, y en Santa Fe tuvo su fogonazo en “El hilo de Molly, de Patricia Pieragostini. Desdoblamiento que es más expansión que deconstrucción. Todo gracias a un elenco (Joaquina Butto, Magalí Airala, Magdalena María Deb, Marcelina Ulla, Rosario Salvatierra) que entendió el contrapunto entre el ejercicio de la individualidad y la sincronicidad del ensamble.
Y ese cuerpo reconstituido siente y vibra. Rubén Forlín cumple la función de ser el Diego Rivera de la historia, o todos los amores de Frida, como un “amado inmortal” en la visión romántica. Y cumple como partenaire de Juliana, especialmente en los dos pas de deux: la firmeza y la precisión para que cada encuentro sea un salto al vacío, un salto de fe, esperando que alguien evite nuestra caída. ¿Hay acaso otra metáfora para el amor?
El último llanto
Sobre el final, en la temblorosa penumbra de las velas, vuelve el cuerpo roto, anclado en la silla, surcado de correas, en la piel y la voz de Magalí Airala: la revelación de “Espíritu traidor”, la que hace poco sorprendió como bailarina en “Marea” (la obra de Sergio Berto repuesta en Santa Fe por la compañía Ham), compartiendo la gloria con la proverbial Cecilia Romero Kucharuk, acá se desmarca otra vez, con una performance vocal del clásico “La llorona”, acompañada por Mauricio Bernal en acordeón (cerrando la identidad musical de la obra, anclada en un linaje que va de Chavela Vargas a Lila Downs).
Y llega la oscuridad, antes de los aplausos: la extinción final de la luz en la que Frida, todas las Fridas, puedan encontrar un descanso para tanto fuego.