Donald Trump debió finalmente admitir que los rusos interfirieron en las elecciones de EE.UU., una admisión que contradice sus recientes declaraciones cuando con su habitual estilo borrascoso y pandillero negaba enfáticamente esa injerencia y la atribuía a la supuesta mala fe de sus rivales demócratas, siempre dispuestos a descalificarlo o a atribuirle las peores intenciones.
Lo sucedido evoca casi de manera automática el escándalo de Watergate ocurrido hace más de cuarenta años, cuando Richard Nixon era presidente y como consecuencia de las maniobras de espionaje en el hotel donde sesionaba la convención Demócrata, debió renunciar luego de las persistentes denuncias periodísticas.
Como dijera recientemente con un inevitable toque de ironía un legislador demócrata, la presencia de una potencia extranjera transforma al espionaje de los tiempos de Nixon en un episodio menor, casi en una travesura.
Sin embargo, algunas diferencias deben precisarse. En 1972, el republicano Nixon no pudo eludir su responsabilidad por haber permitido o consentido esa maniobra de espionaje; en el caso actual, gobierna un presidente demócrata y la interferencia que los perjudica no es hecha por los republicanos -muy difícil de hacerla en su carácter de partido opositor-, sino de Rusia.
La presencia de una potencia extranjera le otorga al episodio una particular gravedad, algo que con lenguaje diplomático expresó Obama diciendo que Putin no era un socio de EE.UU., motivo por el cual no se entiende y mucho menos se justifica, que dirigentes republicanos mantengan excelentes relaciones con el premier ruso mientras consideran a los demócratas como verdaderos enemigos.
Por su parte, Trump no sólo se desentiende de cualquier posible imputación de complicidad con esta maniobra, sino que le reprocha a Obama no haber tomado las medidas de seguridad necesarias para impedir la maniobra perpetrada por los rusos.
Para Trump, lo sucedido, por lo tanto, es una prueba más de la ineficiencia de los demócratas para garantizar la seguridad, ya no de los norteamericanos en general, sino incluso de su propio partido y gobierno.
El futuro dirá sobre los posibles desenlaces de esta suerte de escándalo político que compromete a la clase dirigente norteamericana en su totalidad. Por lo pronto, y a menos de dos semanas de la asunción de Trump, las desaveniencias políticas parecen estar a la orden del día. Para muchos norteamericanos, Trump es un trago difícil de digerir y en el mejor de los casos se presenta como una gran incógnita. Recientemente, adquirió estado público que el resultado final de los comicios le otorgaba a Hillary Clinton una ventaja de casi dos millones de votos. Este resultado, por supuesto, no afecta la victoria de Trump en términos legales, pero de una manera sutil, tal vez ambigua, pone en discusión su legitimidad y la propia legitimidad del sistema electoral, ya que dos millones de votos no es una diferencia menor.
Lo cierto es que la primera potencia del mundo, ponderada a través de sus más diversos voceros por la calidad de su tradición democrática, atraviesa circunstancias que sin exageración podrían calificarse como perturbadoras, en tanto su persistencia podría llegar a expresar síntomas de una crisis con sus cuotas de incertidumbres y desafíos.