Antonio Bermejo expresa con toda intensidad las virtudes de aquellos años. Sin armas, sin uniformes, sin custodios, fue el guardián silencioso, comedido y eficaz de las instituciones. Ese culto laico a las instituciones le otorgó a la Argentina sus horas más gloriosas. Foto: Archivo El Litoral
Rogelio Alaniz En ciertas circunstancias evocar un aniversario suele ser un ejercicio liviano de la retórica y la formalidad; en otras ocasiones, sobre todo cuando puede estar en riesgo la integridad de la República, es imprescindible hacerlo. Seguramente fueron estas las consideraciones que tuvo en cuenta el presidente de la Corte Suprema de Justicia para iniciar el año judicial recordando que se cumple un siglo y medio de la creación de este poder del Estado, fecha que, dicho sea de paso, fue sancionada como tal durante la presidencia del doctor Arturo Illía. En efecto, la Corte Suprema como la conocemos fue creada durante la presidencia de Bartolomé Mitre, es decir, después de Caseros y después de Cepeda y Pavón. En la resolución se incluyen los nombres de los cinco primeros titulares. Conviene recordar aquellos apellidos. Valentín Alsina, Francisco de las Carreras, Salvador María del Carril, Francisco Delgado y José Barros Pazos. Como Procurador General, fue designado Francisco Pico. Alsina no va aceptar el cargo y en su lugar se incorporará el santiagueño José Benjamín Gorostiaga, una de las figuras históricamente clave de una Corte que debía cumplir sus fines de justicia en una Argentina todavía sacudida por las pasiones de la guerra civil y las luchas facciosas. Un dato merece tenerse en cuenta. Los jueces nombrados por Mitre no son mitristas, por lo menos no lo son los principales. El criterio de selección hoy lo llamaríamos pluralista, pero a decir verdad lo que predominó fueron las exigencias de la sabiduría, el conocimiento y la responsabilidad. Todos eran hombres que llegaban a la Justicia sacudidos por los retiembles impiadosos de las guerras civiles y el exilio. Sus ropas estaban polvorientas y en sus cuerpos aún estaban frescas las heridas. Sin embargo, asumieron la responsabilidad de ser los guardianes jurídicos de la Nación y al objetivo lo cumplieron con creces. La Corte Suprema de Justicia fue una de las creaciones institucionales más sabias y perdurables de la segunda mitad del siglo diecinueve. Se distinguió por la lucidez, austeridad y decencia de sus miembros. Funcionó durante sus primeros años en un viejo y modesto caserón de la calle San Martín. Las crónicas hablan de un edificio con escasas comodidades, de un piso al que se accedía a través de una ruidosa escalera y un salón donde cinco hombres se reunían para ejercer sus responsabilidades. Entonces no había calefacción ni aire acondicionado y, según se cuenta, los inviernos eran impiadosas, motivos por el cual sesionaban protegidos por sus sobretodos y bufandas y el calor de algún mísero brasero. Eran tiempos de patria y eran tiempos de República. Los recursos eran escasos, pero había una admirable voluntad de grandeza y una empecinada pasión de Nación y República. Había en definitiva, una clase dirigente conciente de su misión histórica. En esa elite de poder, los jueces de la Corte fueron los más discretos, pero también los más respetados y dignos. Fueron ellos los que le dieron prestigio y entidad institucional a la Corte, institución a la que identificaron con la imagen del centinela del orden político. Fueron ellos los que instalaron con su conducta impecable la certeza de que más allá de las refriegas de la política y los excesos de una expansión económica a veces desordenada, existía un límite, un control y una garantía. “De aquí no se pasa”, era la consigna que cada ciudadano y cada grupo de poder, sabía que debía respetar por un camino o por otro. Los jueces entonces eran algo así como sacerdotes laicos, encargados de velar por la salud espiritual y práctica de las instituciones. Mitre lo dice con su habitual claridad a los gobernadores: estaremos bajo el abrigo de un poder moderador. De eso se trataba, de un poder que equilibre, que controle y limite las pasiones de los hombres y que asegure el ejercicio pleno de las libertades. Se trataba de darle entidad a la cabeza de uno de los poderes decisivos del Estado, custodio de la garantías y derechos constitucionales, guardián del proceso político e intérprete final y definitivo de la Constitución Nacional, de la constitucionalidad de las normas y de las actos emanados de los otros poderes. Fácil decirlo pero no tan fácil hacerlo. Pues bien, lo hicieron y lo hicieron tan bien que esta hazaña institucional pasó desapercibida muchas veces por historiadores y políticos, más afines a los perfiles altos, a los estruendos de la lucha civil. Acá se trataba de hacer todo lo contrario: moderar las pasiones, impartir justicia, proteger derechos, equilibrar donde hubiera desequilibrios, ordenar donde campeara el desorden, instalar la previsibilidad en el campo abierto de lo imprevisible. Y sostener en todas las circunstancias un perfil bajo, ser casi invisibles, estar más allá y más acá de las luchas por el poder o el privilegio. ¿Cómo si fueran sacerdotes? Como si fueran sacerdotes. Por supuesto que fueron hombres de su tiempo, con sus virtudes y sus defectos. Pero tuvieron la grandeza de predicar con el ejemplo. Quienes estaban llamados por la ley a poner límites empezaron por limitarse ellos mismos. Algunos llegaron a ser casi anónimos. El juez Carrasco fue la excepción, porque cuando la fiebre amarilla se abatió sobre Buenos Aires se sumó a la solidaridad y murió atacado por la peste. Si hay un juez que expresa con toda intensidad las virtudes de aquellos años, ese juez es el doctor Antonio Bermejo. Nació el 2 de febrero de 1852, en Chivilcoy. En 1903, Julio Roca lo propone para integrar la Corte y durante la gestión de Quintana, es decir, en 1905, se hace cargo de la presidencia, cargo que habrá de desempeñar hasta su muerte en octubre de 1929, por lo que es el hombre que durante más tiempo ejerció esa máxima responsabilidad institucional. Por supuesto que no venía de un repollo. Durante su juventud participó en todas y cada una de las refriegas políticas de su tiempo. En 1880 se opuso a la capitalización de Buenos Aires y combatió al lado de Carlos Tejedor. En algún momento fue senador, ministro e incluso candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires. Como funcionario se destacó por sus iniciativas educativas. La Escuela Industrial, la Escuela de Comercio para Mujeres, el Museo de Bellas Artes y la facultad de Filosofía y Letras de la UBA pertenecen a su autoría. La política no era su destino. Como escribe Octavio Amadeo, no era amigo de los apretones de manos indiscriminados, las sonrisas fáciles o las promesas ligeras. Carecía de carisma y era un orador profundo pero sin brillo. Las intrigas y las maniobras políticas lo fastidiaban, porque no las entendía ni las compartía. Con orgullo se jactaba de su condición de discípulo de Amadeo Jacques, Sus aficiones intelectuales eran las matemáticas y la filosofía, pero el derecho era su vocación, no así el ejercicio de la abogacía. Sarmiento dijo de él: “Es la mejor plata labrada del partido mitrista”. Y lo era. Su destino fue el de juez, el de guardián de la Constitución. En su hermosa semblanza Amadeo dice de él: “Tenía oído para juez, oído y sabiduría, natura y Salamanca”. Agrega luego: “Era un señor cualquiera de regular estatura que iba en tranvía vestido de gris”. Sus virtudes eran simples, cotidianas, las virtudes de un hombre confiable que inspira respeto pero no temor. Su presencia tranquilizaba la conciencia de la Nación. Cuidaba los detalles de la justicia. Un día le dice a su secretario: “Este asunto en que es vencido el gobierno de tal provincia lo firmaremos después de las elecciones para que no se explote con fines políticos”. Sin armas, sin uniformes, sin custodios, fue el guardián silencioso, comedido y eficaz de las instituciones. Ese culto laico a las instituciones le otorgó a la Argentina sus horas más gloriosas. Bermejo fue juez desde los tiempos de Roca hasta la segunda presidencia de Yrigoyen. Fueron años difíciles, complicados, pero a la hora de valorarlos sospechamos que allí residieron virtudes que hoy hemos perdido o no sabemos reencontrar. El doctor Alfredo Colmo lo despidió a Bermejo en el cementerio con estas palabras que merecen leerse: “Fue un ejemplo; lo fue como profesional en el dominio del derecho, de sus principios, de su técnica y de su aplicación; lo fue como profesor, cuya enseñanza enaltece el espíritu del alumno; lo fue como ciudadano, mediante su acendrada integridad de carácter y su indiscutida elevación moral; lo fue como representante del país en congresos internacionales en que se discutieron intereses públicos superiores y delicados y donde se destacó por su cultura, su ponderación, su tacto exquisito y su hondo patriotismo; lo fue como legislador, con sus proyectos que son hoy todavía una lección; y lo fue como ministro, planeando regímenes, creando escuelas y facultades, disciplinando la tierra pública y marcando orientaciones que perduran por su solidez y previsión admirables”.