Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
Néstor Vittori
Las objeciones que comienzan a surgir en algunos sectores de la Iglesia Católica, en oposición a la apertura que contiene el mensaje papal, nos devuelven a las antiguas contradicciones que limitaron la expansión del cristianismo en el mundo, cuando no, a la visión occidental patentizada por Fukuyama en su libro “El fin de la historia”. Francisco, es ante todo un jesuita, y su misión evangelizadora es ecuménica. Por encima de la teofanía cristiana, existe una perspectiva de la bondad y del bien que no es exclusiva del cristianismo, sino común a todas las religiones; y que también es hallable en pautas morales de los ateos. La regla de oro -“no le hagas al otro, lo que no quisieras que te hagan a ti”- es el gran denominador común; y como dijera el rabino Hillel hace más de 2.000 años, todo lo demás es comentario. En un mundo lleno de contradicciones, que se resuelven mayormente por la violencia y la perversidad, un mensaje abarcador, que no sectarice a hombres y pueblos por el color de la camiseta, es un verdadero chorro de aire fresco, y acaso el camino para superar las contradicciones y conflictos que nos separan. Pero para evangelizar, no basta sólo con la teofanía católica, que como es obvio conforma a su feligresía. Los jesuitas fueron la avanzada evangelizadora del cristianismo en el mundo. Y no pudieron avanzar más en Oriente, pese a algunos éxitos relativos como el logrado en su momento en Japón -donde llegaron a convertir a 700.000 personas-, porque Roma no entendió que el mensaje religioso debía adaptarse en sus formas, su liturgia y su teofanía a la cultura y a las creencias de los pueblos que se trataba de evangelizar; pueblos que, dicho sea de paso, tenían largas historias en materia religiosa y fuertes convicciones que formaban parte de un desarrollo cultural avanzado. El éxito evangelizador en América fue consecuencia de un aporte de benignidad frente a las cruentas prácticas sacrificiales de las culturas autóctonas. Es que aun con sus rigores, la cultura religiosa europea fue mucho más compasiva que las prácticas rituales de los indígenas. Creer que evangelizar es reproducir los modos, las formas y los contenidos de la cultura de origen, equivale a la pretensión de calcar los sistemas y formas políticas de nuestro universo occidental en el resto del mundo. Esta tendencia parte de una consideración de superioridad que habilita a sostener que lo que es mejor para nosotros es mejor para la humanidad. Y claramente por ese camino no se resuelve gran parte de los conflictos que quedaron semiocultos durante años en los entresijos de la Guerra Fría, conflictos que hoy afloran y, en buena medida, representan, como sostenía Huntington, el choque de civilizaciones que tiene a la religión como línea de fractura. Por eso, la actitud de Francisco de abrir sus brazos, como líder de la Iglesia Católica, para contener y abarcar a los que no piensan o no creen en las mismas cosas que su feligresía, es un gesto de generosidad que acaso sea la fórmula a futuro para que el mundo comience a superar sus conflictos. No sólo en el campo religioso, también en el social y político. Me atrevo a realizar estas apreciaciones desde mi agnosticismo, quizá porque con su liderazgo humanista Francisco abre puertas que están más allá de las parcialidades y sus respectivas creencias.