
Por Rogelio Alaniz

por Rogelio Alaniz
Sospecho que los políticos y jefes de Estado que hoy ponen el grito en el cielo porque se enteraron de que Estados Unidos los espía, saben que sus denuncias son tan inevitables como inútiles. Hollande, Merkel, Roussef, Rajoy y cualquiera de los mandatarios que protestan en estos días, no pueden ni deben ignorar que el espionaje es un componente funcional al ejercicio del poder y que ningún Estado de relevancia regional o mundial renuncia al empleo de ese mecanismo de captura de información.
¿Esto quiere decir que las protestas son innecesarias? ¿Que hay que admitir sin abrir la boca que el que el Gran Hermano nos vigile? Nada de eso. Los gobiernos y las sociedades tienen derecho a defenderse, pero sabiendo de antemano que mientras el mundo sea el mundo en que vivimos, el espionaje no va desaparecer y que la mejor fórmula para luchar contra el espionaje de una potencia extranjera, es disponer de un sistema de contraespionaje igual o superior.
Por supuesto que la admisión de esta actividad representa un riesgo cierto para las libertades y la vida privada, pero conviene saber que tan importante para los Estados y la gente es la libertad como su aparente contracara, la seguridad, una de las demandas sociales -dicho sea de paso- más fuertes de los últimos años, demandas cuyo cumplimiento incluye necesariamente la afectación de algunas libertades. ¿Está bien que así sea? En un mundo ideal y abstracto estaría mal, pero en un mundo real no está bien ni está mal, es así.
Ocurre que el equilibrio entre la libertad y la seguridad es difícil de lograr. Los desbordes y los excesos son riesgos que están a la orden del día, pero esos peligros no se conjuran suprimiendo uno de los polos de la contradicción, sino intentando armonizarlos. Al Estado hay que controlarlo en todas las circunstancias, pero para que ese control sea eficaz es menester saber cuáles son sus facultades y dispositivos.
Enojarse porque existe el espionaje es como enojarse porque existen los ejércitos, la diplomacia secreta o la policía. El espionaje, las tareas de inteligencia y contrainteligencia no son nuevas ni hizo falta que Edward Snowden decidiera desertar de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) y se pusiera a contar aquello que -de una manera u otra- todos más o menos sabíamos.
Espiar, saber qué piensa o qué está haciendo el competidor o el enemigo, es un oficio que existe desde los tiempos de las tribus. En todos los casos, lo que importa es saber qué piensa o planifica el enemigo, o ese amigo que el día de mañana puede transformarse en adversario o enemigo. Al espionaje, por lo tanto, no lo inventó Estados Unidos o la CIA, es tan antiguo como el mundo y el poder.
Sin exageraciones podría decirse al respecto que la historia del siglo veinte -con sus dos guerras mundiales y su posterior Guerra Fría, más sus incontables guerras locales- podría escribirse desde la perspectiva del espionaje. Cientos de películas y novelas se escribieron contando estas historias, desde Ian Fleming y su James Bond a John Le Carré y su George Smiley, pasando por Eric Ambler y Somerset Maugham.
El formidable desarrollo de la tecnología y la propia globalización han ido desplazando al tradicional agente secreto para dar lugar a burócratas diplomados como Snowden, que no tendrá la sonrisa, los autos y las amantes de Bond, pero a la hora de revelar secretos puede ser más temible que el agente de Su Majestad.
Los tiempos han cambiado, los avances científicos han puesto a disposición de los Estados otros recursos, pero lo que se mantiene intacta es la necesidad de estos Estados de disponer de información para protegerse, dominar, controlar o, simplemente, disponer del conocimiento indispensable para elaborar estrategias de mediano y largo alcance.
Que la tecnología haya cambiado, explica que la CIA haya cedido su lugar a la NSA, organización creada por Harry Truman en 1952 y cuyo objetivo es el espionaje electrónico. La NSA, en la actualidad, tiene su sede en Maryland y cuenta con una planta de personal que supera los cuarenta mil empleados, además de un presupuesto cuya escala reduce a la temible CIA a una modesta comisaría de barrio.
Las grandes potencias disponen de grandes sistemas de espionaje al que le destinan cuantiosos recursos humanos y económicos. Los gobiernos revolucionarios no pueden privarse de ese lujo, motivo por el cual no es casualidad que la URSS haya dispuesto de refinados, sofisticados e inescrupulosos sistemas de espionaje, al punto que muy bien puede decirse que el aporte más significativo que la URSS ha hecho a la humanidad no ha sido la igualdad ni el hombre nuevo, sino el espionaje y la policía secreta, con una diferencia importante respecto de los países capitalistas: en la URSS las principales y, en más de un caso, exclusivas víctimas del espionaje, han sido el pueblo ruso y, con un singular toque de perversidad, los propios comunistas. Tan relevantes y exclusivas han sido en la URSS la GPU y la KGB, que los jefes de Estado posteriores a su derrumbe -pienso en Gorbachov, Yeltsin y Putin- se educaron en sus sórdidas oficinas secretas, formación política y profesional que en el caso de Putin ni siquiera hace falta mencionar porque es más que evidente.
Con respecto a Estados Unidos, podría decirse que su espionaje está mechado de logros significativos y papelones estruendosos. La CIA ha sido considerada algo así como un demonio por la propaganda de izquierda, pero sus fracasos y errores en más de una ocasión la han colocado al borde del ridículo. En el orden interior, el instrumento más eficaz ha sido el FBI organizado en tiempos de Hoover, y ahora algo desactualizado y anacrónico.
Por lo demás, siempre es bueno saber que vivimos en un mundo donde estamos todos vigilados. Los dispositivos tecnológicos de los Estados permiten que nos controlen hasta cuando nos estamos duchando. Sin embargo, los más modernos instrumentos de control no alcanzan a impedir la acción de los hombres, que para bien de la condición humana siempre desbordan a la tecnología. Los actuales programas Prims pueden dar información acerca de millones de llamadas telefónicas -como acaba de denunciar Hollande en estos días- pero sin la intervención humana y, por lo tanto, sin una estrategia política, esa información no sirve para nada.
La historia cuenta que en 1961, el presidente Arturo Frondizi lo llamó a John Kennedy para quejarse porque la CIA no sólo operaba en la Argentina, lo cual ya era escandaloso, sino que estaba infiltrada en la propia Casa Rosada. “Por favor Kennedy, haga algo”, le dijo. Y con su habitual humor bostoniano, Kennedy le respondió: “Imposible presidente. ¿Por qué imposible? Muy sencillo Frondizi: yo no la puedo sacar a la CIA de adentro de la Casa Blanca y usted me pide que la saque de la Casa Rosada”.
La anécdota es representativa de la autonomía de los servicios de inteligencia del Estado, autonomía que a veces opera en contra del gobierno que dice servir. Sin ir más lejos, en diferentes ocasiones, los hermanos Kennedy se quejaron de las operaciones que les hacían Hoover y la propia CIA. ¿Han tenido algo que ver estos organismos con la muerte de John y Robert? No lo sabemos, pero el hecho de que muchos se hayan hecho esta pregunta, pone en evidencia el poder real y simbólico de estas instituciones secretas.
En definitiva, el espionaje responde a intereses estatales y en ese sentido lo que puede hacer Obama o el presidente que venga no es mucho. Como se dice en estos casos, los intereses de los gobiernos son importantes en cada coyuntura, pero los gobiernos se van y el Estado se queda, se queda con sus servicios secretos y su información disponible. Es que, como dijera hace más de cien años lord Palmerston, los gobiernos cambian, las ideologías se modifican, las religiones se adaptan, pero lo que distingue al Estado en toda circunstancia son sus intereses permanentes. Y el espionaje y el contraespionaje tributan a esa permanencia.