Opinión: OPIN-01

Trágico desencuentro de Israel y Palestina


En Medio Oriente la guerra entre árabes y judíos lleva más de cincuenta años, pero en los últimos meses las tensiones han crecido a tal nivel de gravedad que todo hace pensar en el peor de los desenlaces. Resulta increíble que se haya retrocedido tanto luego de las tratativas de paz firmadas con el aval de las Naciones Unidas y el propio gobierno norteamericano.

No se puede creer que luego de tanta sangre derramada y de tantas negociaciones diplomáticas los sectores más extremistas de uno y otro bando sean los que dirigen los acontecimientos. Los resultados de tantos desatinos y tanta obcecación están a la vista: atentados terroristas diarios, represalias sobre la población civil, violaciones de los derechos humanos, inmolaciones públicas y todo ello en una espiral de violencia que parece no tener fin.

Sería un ejercicio intelectual vano determinar quién tiene la culpa de lo que está ocurriendo. Tal como se presentan los hechos, las responsabilidades están repartidas de manera pareja y, como suele ocurrir en estos casos, la víctima del fuego cruzado es la población civil y, muy en particular, los sectores más indefensos, es decir, las mujeres y los niños.

La otra sorpresa que provoca Medio Oriente es la incapacidad de Israel y Palestina para renovar a su dirigencia. Después de décadas de guerra e intentos de pacificación resulta paradójico que la responsabilidad del poder en Palestina siga en manos de Arafat y que en Israel un personaje como Ariel Sharon sea el jefe de gobierno.

Arafat ha demostrado en los últimos años que sigue atado a sus prejuicios, al crónico doble discurso y a sus mezquinas ambiciones de poder. La Autoridad Palestina es una ficción política corrupta cuyos principales dirigentes mantienen a sus familias y a sus fortunas en Europa, mientras el pueblo cada día vive en peores condiciones y en las mezquitas los educan para la inmolación.

El desarrollo de las corrientes fundamentalistas y terroristas en Palestina se explica -entre otras causas- a partir de las debilidades y complicidades de Arafat. Para Arafat, Hamas y Hezbolá la guerra es un buen negocio y en general han demostrado que no saben ni quieren vivir en paz. Sin duda que entre ellos hay diferencias, pero a la hora de la verdad el jefe de la OLP ha sido refractario a la firma de la paz.

Israel, por su lado, ha contribuido poco y nada a serenar los ánimos. La elección de un halcón como Sharón, cuyas responsabilidades por la masacre de Sabrá y Chatila se están ventilando en un tribunal belga, demuestran los grados de miedo, histeria y fanatismo de amplios sectores de la población. Si algún judío supuso que eligiendo a Sharón se terminaban los peligros, los hechos le están demostrando lo contrario.

Parece mentira que ni el pueblo árabe ni el pueblo judío puedan encontrar un nivel de representación que les permita encauzar las negociaciones por el camino del diálogo pacífico. La experiencia de más de cinco décadas de guerra los debería haber convencidos a unos y a otros de que no hay otra alternativa que la convivencia.

Es verdad que hoy nadie habla de liquidar a la otra parte. Ningún dirigente representativo dice -por ejemplo- que desea arrojar a los judíos al mar o que aspira a barrer con la población palestina. Pero, de hecho, ésas son las veladas consignas que parecen practicar los jefes políticos y militares de ambos bandos.