El delirio incorporado

Las imágenes se suceden: el rostro desesperado de una madre que pide a los delincuentes que le devuelvan a su hijo secuestrado; el video con los terroristas frente a niños tomados como rehenes; un primer plano de Maradona con mirada nostálgica, a punto de viajar hacia Cuba; los artículos de primera necesidad cuyos precios han aumentado; las declaraciones del representante del Fondo Monetario Internacional; y así casi infinitamente, como si nos hubiéramos vuelto locos, pasamos del terrorismo a los goles de Teves, del paro docente a las piernas de Madonna, todo con una velocidad vertiginosa, como si se tratara de un juego. Pero los problemas de la desocupación, de la violencia, la desesperanza y el desamparo no se desvanecen rápidamente como las imágenes y son para quienes los sufren más importantes que la guerra en Irak y las declaraciones de los futbolistas. En la solución de los graves problemas que nos afectan y de nuestro destino no cabe el vértigo de las imágenes que se suceden. Si a mí, simplemente, me falta dinero para comprar alimentos, antes que ocuparme de la guerra en Irak o de la transferencia millonaria de un jugador de fútbol, me interesa concentrarme en buscar la forma de enfrentar mi precariedad económica.

La superposición de imágenes nos está acostumbrando a nivelar todo lo que ocurra, a distraernos de los problemas que nos tienen como protagonistas. Hemos incorporado a nuestra vida medios que nos mimetizan y que crean una atmósfera de delirio. Si un atentado terrorista se nos presenta junto a un partido de fútbol, el efecto terrible de un hecho asesino se transforma en la ligereza de un acontecimiento deportivo.

Un humorista ha dicho que si seguimos así, el fin del mundo será transmitido como el espectáculo máximo; y tal la actitud de autoengaño que tenemos los hombres. Sería como una operación con anestesia, Internet, e-mail, nos llevan a todas partes, pero hay que tener en cuenta qué es lo que llevan. Sirven si comunican aquello que le da sentido a la vida; son inútiles si aumentan la confusión, el delirio que hemos incorporado a nuestra cotidianidad.

El vértigo de las imágenes que recibimos les confiere un carácter similar a las que tenemos en el mundo onírico. Es decir, que descendemos a una realidad subconsciente, en la que desaparecen las valoraciones, todo es igual, y así llegamos al cambalache discepoliano visto de otra manera.

Obviamente, la conclusión que obtenemos de este análisis es que el centro de nuestra vida no está en los medios como la misma palabra lo indica; ello son sólo instrumentos que nada importante transmiten si los hombres no los utilizamos para buscar o encontrar el sentido.

Ver los desfiles de moda, al mismo tiempo que los estragos que produce la miseria e inmediatamente la publicidad sobre el tratamiento de la belleza es, reconozcámoslo, algo semejante al monólogo de un demente.

Arturo Lomello