Mendacidad y permanencia

Antidio Cabal, en un estudio crítico de un relato de Myriam Bustos Arratia, refiriéndose al soliloquio del protagonista, sostiene que éste vive imponiendo su yo al mundo, estableciendo y practicando su totalidad de individuo sobre la totalidad exterior de lo exterior. De esta manera, se va introduciendo en una realidad carente de realidad, tanto en el plano mental y lógico como en el de las sensaciones y en el síquico. Así, oye lo que imagina; piensa desde fuera de lo no dado; juzga y concluye con base en lo no ocurrido; se exalta, se desencanta, se indigna y se ofende, moraliza indebidamente y sufre por causa de hechos inexistentes. Desajusta, en consecuencia lo evidente, porque lo evidente -estima el personaje- no está substanciado desde su perspectiva: la evidencia de lo evidente está en el mundo, no en él, más allá del sistema métrico decimal de su yo. El protagonista se considera así una víctima. El sentido común de su yo es un solipsismo.

Estos pensamientos llamaron nuestra atención: rubrican lo que en variadas ocasiones, en este mismo espacio, hemos desarrollado en relación con la mitomanía, patológica perversión que, en ocasiones, es inducida desde arriba, a menudo consecuencia de una de una de las tantas inmundicias producidas por la política. Pero de este fenómeno, nos ocuparemos en una próxima nota, echando mano de un ejemplo concreto.

Decíamos que la mendacidad se halla instalada y petrificada en un estado permanente a nivel universal y que a medida que el tiempo transcurre, los espacios de sinceridad y verdad son cada vez más restringidos. La mentira usurpa el ámbito de las sencillas verdades y el individuo, en diversos campos de la urdimbre cultural, la multiplica de manera escandalosa. El socorrido ejemplo de Bush y los ciudadanos de los Estados Unidos de América del Norte (que se llaman a sí mismos americanos), no es un fenómeno aislado, pero a modo de ejemplo, su vigencia pone de manifiesto el alto grado de cinismo que impregna las acciones del poder.

En lo que al estado de permanencia se refiere, la mayoría parece apoltronada en la papilla de su moral a la carta, de manera que juzgará las palabras y los actos de los embusteros, de acuerdo a las caricias o a la violencia que ejerzan sobre el colchón donde yacen. Huérfanos de coraje y dignidad, el "qué se le va a hacer" apaga la llama (si la hay) del "voy a actuar". Tal pareciera que el hábito y la facultad de olvido se apoderan de la mente y del corazón. Una "moral" de tal naturaleza, rechaza lo que "no conviene". La conciencia se adormece en la indiferencia y suspicacia: ambas nos invitan a no participar en la denuncia de las pudriciones. La "valentía" y el " mérito" no se miden por el número de horas muertas dedicadas con empeño al "deber", sino por la tensión que inevitablemente produce el no dejarse entrampar. ¿No es demencial el fatal aburrimiento que padece gran parte de la humanidad y su real desinterés por el destino del planeta? Es que la acumulación de mentiras produce en penetrante virus endémico (valga), paralización de toda iniciativa que no siga la corriente de aguas servidas, el rechazo de toda nueva proposición y hasta el pánico ante la sola idea de cambiar las reglas del sentimiento.

Se confunde así servilismo con libertad, beneficencia con igualdad y arranque puntuales (cuando algo nos toca de cerca) con fraternidad. Somos los soldados rasos del entendimiento humillado, siempre en la retaguardia, ajenos a las matanzas de niños, a la impunidad, a la prostitución de los trepadores, al hambre y demás encantos de la civilización. ¿Y qué se puede hacer?, nos preguntaba una amiga. Si pudiéramos responder a esa pregunta no tendríamos necesidad de continuar rastreando el universo humano. Pero denunciar las mentiras ya es algo. No mucho, pero algo. Porque al fin y al cabo no se escribe o se explora al hombre para meter en la cabeza de otros hombres la concepción que atesoramos del mundo, sino para investigarnos a nosotros mismos y averiguar, en la medida de lo posible, quién es uno y qué hace aquí, en esta tierra incomprensible.

Hemos sostenido que la maraña de falsedades de todo tipo, difundida por creencias, reglamentarismos, preceptivas "espirituosas" y otros tantos despropósitos de fácil divulgación, colabora exitosamente en la construcción de una concepción "paralela" del universo humano, donde gran parte de la especie practica el deporte de vivir. Este atolondrado transcurrir desata una sarta de opiniones irracionales que responden a estados emotivos y a núcleos secretos donde anidan temores, ansiedades y resentimientos. El miedo a no mentir constituye uno de los fenómenos más curiosos y timoratos de la época. Aquel sujeto pronostica: "Si todo el mundo dijera la verdad, esto sería un caos". Y este otro: "Yo creo en el valor moral de la mentira". Al último no le falta razón. Si un misil destrozó el cuerpo de un niño en veinte pedazos, la madre merece creer que en el ataúd el cuerpo de su hijo permanece intacto. Ejemplo tan siniestro como elocuente.

A raíz del último atentado en Rusia, reiteramos lo apuntado en otra ocasión. Los depredadores de uno y otro lado construyen su sistema operacional adaptándolo a leyes no escritas y empaquetado en "principios" hegemónicos que despiertan adhesiones (de uno u otro lado). Y las víctimas tragan esas pildoritas que hablan de "humanismo", defensa de los "valores" (ay) o de "sagrados intereses", cuando la realidad indica que estos matones del planeta son perros adiestrados para percibir el aroma del metal, dicho sin ánimo de confundirlos con tan nobles animales.

También nos hemos referido a la colonización del pensamiento, operación donde la mendacidad devora con mayor apetito. Un modo más de ultrajar la inocencia de tantos seres que aspiran a ver claro en esta encerrona de equívocos y oscuridades que, como es natural, inspira el deseo de evasión.

Alguien dijo que la barbarie ha terminado por apoderarse de la cultura... Y la vida guiada por el pensamiento cede insensiblemente su lugar al terrible y ridículo cara a cara del fanático y del zombie.

¿Quién legisla acerca de las aberraciones que impone la mentira con mayúscula? Al mentiroso no es difícil pescarlo en falta: siempre termina enredándose en sus propios tentáculos, lo que suele ocurrir con el racista. Pero, ¿qué pasa con la mendacidad institucionalizada?

Carlos Catania